Un debate cavernícola
Tras la reciente decisión del Conicet de reducir las plazas para el ingreso a la carrera de investigador y de privilegiar los proyectos con “valor estratégico”, el debate sobre política científica parecía volver a situarse en un lugar importante de la agenda. Y como suele suceder en Argentina, ese debate se canaliza mediante una confrontación de bajo vuelo: uno de los bandos alega que la investigación básica es un lujo que no podemos permitirnos, mientras que el otro confunde la culminación de una beca doctoral con un despido y promueve la financiación irrestricta. El resultado es que nunca discutimos sobre lo que realmente importa.
Todo debate serio debería empezar por reconocer que la frontera entre investigación básica y aplicada es artificial y que ambas son igualmente indispensables. No solamente porque las innovaciones productivas surgen siempre de alguna teoría más general, sino además porque la formación de un científico aplicado supone el aprendizaje de las disciplinas básicas. Si la enseñanza que recibe en ese campo es mediocre, es probable que su capacidad de innovar también lo sea; y solo alguien que cultiva la ciencia básica puede enseñarle lo que necesita aprender.
Es cierto que algunas investigaciones parecen estar demasiado alejadas de la realidad. El ejemplo que viene a la mente es de las humanidades. Pero antes de concluir que carecen de valor estratégico debemos ampliar el horizonte. La comprensión del pasado es crucial para diagramar el futuro; la interpretación de las manifestaciones artísticas permite comprender mejor los problemas de una época; las teorías filosóficas proveen ideales normativos para el diseño de políticas públicas. Cualquier decisión que tomemos sin su aporte es un salto al vacío. Para no insistir en que sin humanidades no habría democracia, república ni estado de derecho.
Esto no quiere decir, por supuesto, que toda investigación deba ser subsidiada, sino que debemos modificar los términos en que está planteado la discusión. Una política pública responsable no puede sostenerse sobre dogmas, slogans ni sentimentalismos. Debe partir de una ponderación no sesgada del valor de las diversas disciplinas, trazar metas que no sepulten el futuro en nombre del presente, y proponer modificaciones fundadas en la comparación de modelos exitosos.
Cuando vemos las cosas desde esta perspectiva, se vuelve evidente que ningún país serio deja de invertir en física teórica, matemática o humanidades. También se vuelve evidente que el énfasis está puesto en generar incentivos para la producción de un conocimiento de calidad. La pregunta no es tanto qué áreas recortamos, sino cómo hacemos para que la comunidad científica produzca más y mejor, sometiendo sus hallazgos al examen más riguroso posible.
En conclusión, debemos dejar atrás un debate propio de cavernícolas y discutir lo que realmente importa, a saber: qué salario debe percibir un investigador de vanguardia; qué condiciones necesita para el desarrollo de sus actividades; qué cantidad de investigadores necesitamos para alcanzar los objetivos trazados; cómo fortalecemos la transferencia de conocimiento a la sociedad; qué motivaciones tiene un investigador para publicar en las mejores revistas. Sólo un debate digno de científicos puede generar un sistema científico de calidad.<
(*) Profesor de la UBA e investigador del CONICET.