La educación como motor de la promoción social
Hay dolores que quedan. Cien años después no son muy diferentes a los que angustiaban a los reformistas de la Universidad Nacional de Córdoba. Es incomprensible que todavía hoy tengamos que convencer a distintos sectores de la sociedad y a diversos gobiernos argentinos y latinoamericanos del enorme alcance de la educación como motor de la promoción social. Si en Argentina tenemos un 30 por ciento de pobreza y no se aborda la situación con mucha más educación, la adversidad va a ser permanente.
No podemos dejar pasar la oportunidad que nos presenta el Centenario de la Reforma Universitaria. Si bien los desafíos son muy complejos, las universidades y los universitarios tenemos que salir de nuestra “zona de confort” y pensar cómo vamos a ayudar a resolver los problemas de esta nación.
Inspirar y encarar cambios no es el único rol que tienen las casas de estudio: las universidades tienen que volver a ser el principal “mezclador” social en nuestro país. El aire fresco que trajo aquella gesta a las universidades argentinas y latinoamericanas se materializó entonces en la apertura a los sectores sociales que no estaban incluidos en aquellos tiempos.
A quienes hoy estamos en las universidades nos toca continuar y profundizar ese legado. El llamado de esta hora no es otra cosa que extender la educación superior a todo el territorio nacional (no sólo a las grandes ciudades), y en los tiempos que requieren las nuevas cohortes que demandan estudios universitarios, como los trabajadores, los jóvenes de sectores vulnerables o los adultos mayores.
Es una gran responsabilidad, un siglo después, dilucidar cuáles son “esos dolores que quedan” y qué necesitamos para que las universidades dejen de ser cada vez menos la franquicia de unos pocos, de manera tal que sus horizontes superen los límites de un campus universitario.
Que la educación superior concilie la excelencia académica con la inclusión no es un objetivo: es una obligación. Argentina tuvo ejemplos exitosos en el pasado hasta los años 60. Pero inclusión significa hoy mucho más que hace veinte años, pensando en los nuevos colectivos que ingresan a las universidades en todo el mundo: los de 17 o 18 años que ingresan luego el secundario, los trabajadores de 40 años que necesitan reciclar sus conocimientos al igual que los profesionales, los adultos mayores que tienen que aprender cuestiones de ciudadanía al igual que los jóvenes para saber cómo votar en la era de las redes sociales.
Se requieren dos elementos, al menos: una gran ampliación del sistema para que no suceda lo mismo que con las escuelas secundarias, donde si bien fue exitosa la inclusión no tuvimos las suficientes herramientas para sostener la calidad. Hay que prever esto, lo cual va a demandar muchísima mayor eficiencia al sistema universitario en el empleo de sus recursos humanos, económicos y tecnológicos, además de mayor presupuesto para poder atender no sólo a esta diversidad de población, sino también a la diversidad geográfica.
Las universidades públicas argentinas tienen que entender que la realidad cambió, pero ellas no tanto. La velocidad de los conocimientos y de los nuevos requisitos tecnológicos son mucho más rápidos que los mecanismos utilizados para acompañar esos procesos. Para ejemplificar el planteo: en mi primera gestión como rector de la Universidad Nacional de Córdoba, a fines de los años 90, impulsé un plan estratégico a 10 años que, sin embargo, quedó obsoleto a los cuatro cuando irrumpió ese “cisne negro” que fueron las redes sociales.
Por eso se requiere repensar las tecnologías pedagógicas e incluir dinámicas mucho más flexibles, como pueden ser los trayectos formativos a través del sistema de créditos multidisciplinarios, así como repensar el vehículo para hacerle llegar a los profesionales y egresados las herramientas para que puedan actualizar sus conocimientos.
En verdad, las universidades públicas latinoamericanas, a diferencia de las universidades públicas anglosajonas, son el principal sostén de la investigación, el desarrollo y la transferencia tecnológica de sus países. Pero deben serlo mucho más.
La otra cuestión es si la oferta académica de grado y posgrado debe seguir el ritmo de las demandas del sector productivo. La respuesta es que las universidades siempre tienen que tener en cuenta las demandas de la sociedad, analizándolas desde un punto de vista neutral.
Hay que pensar que, si bien cambió el contexto, las discusiones que propició la Reforma Universitaria no están saldadas. Enfrentamos nuevos desafíos. La educación superior es hoy una necesidad imperiosa para todos los sectores de la sociedad. Sobre todo, en un período de grandes cambios sociales y tecnológicos que provocarán nuevas divergencias en las próximas generaciones.
Algunos de los debates que se produjeron en 1918 están resueltos. Otros, en cambio, deben ser reformulados considerando los 100 años transcurridos, la evolución social, política y económica de nuestro país y de América latina. La universidad pública no sólo debe estar a disposición de quienes concurren a ella, sino que debe “ir” donde existe la necesidad de formación y capacitación, por medio de diferentes herramientas (como lo hacen las universidades populares) para involucrar a los sectores que hoy no tienen en su “radar” la idea de contar con una formación en educación superior.
Hoy las universidades públicas deberían estar más atentas a las necesidades, debiendo desarrollar mecanismos para “escuchar” mejor a esa sociedad de la que forma parte, a través de los consejos sociales consultivos o programas como el compromiso social estudiantil.
Por eso, los principios irrenunciables que debemos defender en las universidades siempre tienen como objetivo responder a las necesidades de la sociedad a la que pertenecen. Para eso se requiere que las universidades públicas ejerzan una autonomía responsable y que sigan siendo gratuitas.
(*) Doctor en Medicina y en Filosofía (Ph D). Actual Rector de la Universidad Nacional de Córdoba y Presidente del Consejo Interuniversitario Nacional. Exministro de Educación de la Nación. Ex Presidente de la Comisión Nacional para el Mejoramiento de la Educación Superior y Miembro del Concejo Presidencial Argentina 2030. Docente e investigador.