¿Proteger industrias agrega valor, o lo destruye?
En 1953 Corea del Sur era un país de bajo nivel de desarrollo, e incluso pobre para los estándares latinoamericanos, pero hoy 63 años después es una potencia económica indiscutida. El modelo de desarrollo de este verdadero león asiático es materia de intenso debate. Algunos dicen que la clave estuvo en la masiva utilización de fondos externos, que hizo que la deuda de ese país con el resto del mundo, como porcentaje de su PBI, se multiplicara por 21 veces en el ínterin. Otros piensan que se debió al rigor dictatorial de Park Chung Hee que gobernó por 17 años y fue sin dudas el conductor de la gran transformación, dirigiendo las inversiones de los principales grupos empresariales familiares. Finalmente hay quienes le adjudican el éxito al fuerte proteccionismo que le permitió sobrevivir a íconos como Hyundai, o Samsung, aun cuando en sus inicios fabricaban ineficientemente productos de dudosa calidad.
Estas dos marcas globales son el ejemplo perfecto del mejor argumento a favor del proteccionismo; el fenómeno de la industria naciente. La idea planteada originalmente por Georg List, era que debía protegerse a las nuevas industrias hasta que estas hubieren madurado y alcanzado niveles de productividad que les permitiera sobrevivir a la competencia.
Pero Corea fue incluso más allá que lo soñado por los teóricos del proteccionismo; no solo encareció o directamente bloqueó las importaciones de productos que competían con sus industrias nacientes, sino que se aseguró que esas firmas realmente se convirtieran en líderes mundiales en materia de productividad, respetando los más altos estándares de calidad. Sin embargo, lo que no se dice es que, en la base de la estrategia, estuvo una fuerte apuesta al sistema educativo que permitió que los coreanos graduaran en la Universidad al 42% de su población adulta, siendo el sexto país con mayor porcentaje de egresados del mundo y el que más cantidad de titulados tiene, en el rango etario entre 25 y 34 años. Por si ese espectacular logro en materia de inclusión no fuera suficiente, sus estudiantes se ubican en el quinto puesto mundial en matemáticas y detentan la séptima posición en ciencias, en las pruebas internacionales de rendimiento educativo PISA. Los coreanos arrasan en educación; estudian todos y lo hacen a un nivel superlativo de performance académica, garantizando una masa crítica fenomenal de recursos humanos altamente calificados, que son los que en última instancia dotan de innovación y productividad a las industrias.
En contraste, en un país como el nuestro dónde la mayoría de los jóvenes fracasan en matemáticas y ciencias, solo termina el secundario el 50% de la población y los que acaban luego escogen masivamente carreras tradicionales vinculadas a las ciencias sociales, proteger industrias es como promover el béisbol construyendo mega estadios, cuando la mayoría de los jóvenes eligen jugar al fútbol, o promover la industria mercante sin ríos ni mares. Un disparate.
¿Agregar valor o destruir valor?
De acuerdo al pensamiento de los economistas clásicos como Adam Smith, David Ricardo o el mismísimo Karl Marx, el valor de una mercancía venía dado por el trabajo socialmente necesario para elaborarla, de modo que, si por ejemplo una mesa requería para su fabricación 10 horas hombre, mientras que una silla podía hacerse empleando solo dos horas de trabajo humano, pues la mesa valía cinco veces más que una silla.
El problema con esa visión es que ignora un factor fundamental; ¿Qué es lo que producen esos trabajadores y hasta qué punto eso es realmente deseado por la comunidad? No parece que tenga sentido decir que una máquina de escribir mecánica como las viejas Olivetti, valga el doble que una moderna computadora de escritorio, porque se necesite el doble de trabajo humano para producirla. En tanto y en cuanto nadie quiera tener una de esas viejas piezas de museo que todos los mayores de 40 usamos alguna vez, no resultará socialmente útil producirlas.
El aporte de los pensadores neoclásicos como Carl Menger, William Jevons y Leon Walras, fue el de postular que el valor de los bienes era subjetivo y venía dado por su capacidad concreta para satisfacer necesidades, que obviamente varían de persona a persona. Eso explica por qué por ejemplo, una camisa de marca puede valer el triple que una genérica, en tanto y en cuanto hay gente que la valora más porque satisface mejor un conjunto de necesidades, como puede ser la de abrigo, conformidad con una pauta cultural, o simplemente facilitar la señalización de status social.
Esta distinción es muy importante, porque bajo la suposición de que todo trabajo productivo agrega valor, se justifica el proteccionismo si este permite que un producto agregue horas de trabajo, sin importar si lo que producen esos trabajadores satisface alguna necesidad, o si existe un modo más económico de conseguir lo mismo.
Sólo cuando un comprador puede elegir libremente qué producto adquirir, garantizamos que toda la producción que se venda efectivamente haya sido el resultado de un proceso de agregación de valor; acá o en la China.
El proteccionismo, entonces, en el corto plazo destruye valor porque dilapida recursos que podrían estar fabricando cosas que la gente necesita más. El debate es si eso puede ser considerado un costo a pagar para desarrollar una industria que logre algún día producir aquellos bienes que la gente realmente está dispuesta a comprar de manera voluntaria; o puesto en otras palabras, si ese sector productivo puede eventualmente agregar valor.
Cuando la protección es parte de una estrategia planificada y controlada, consistente con una posibilidad cierta de desarrollo de un conjunto de habilidades valoradas socialmente, la respuesta es fácil. Cuando no está articulada con el proceso educativo y pretende simplemente reemplazar mano de obra poco calificada barata, por mano de obra poco calificada cara, la respuesta también es fácil.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la Unnoba, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de "Casual Mente" y "Psychonomics"