ENFOQUE
El adiós a un grande: Ghiggia
Al gran Alcides Ghiggia no le gustó que le dijéramos que no podíamos hacer la entrevista en el living que estaba en obra de su casa en Las Piedras, su lugar en el mundo, a veinte kilómetros de Montevideo. El mal humor, por suerte, le duró poco. Ya tenía 86 años. Y caminaba con andador, por un accidente de automóvil que casi lo mata unos meses antes. Aún así, Alcides terminó hasta subiendo escaleras en la casa de un amigo vecino. Y habló más de dos horas. Cobraba las entrevistas si eran para alguna cadena de TV extranjera. Mil, dos mil, tres mil dólares. Lo que se arreglara. “Si alguien luego ganará dinero vendiendo esto -era su razonamiento- yo también tengo que tener mi parte”. Y le pagaban. Nadie quería perderse al único mito viviente del Maracanazo. Al jugador que, con su gol al pobre arquero Barbosa, provocó una de las mayores tristezas en la historia del fútbol mundial y dio bautismo a la célebre garra charrúa. Ironías del destino, Alcides murió el jueves pasado, en pleno 65º aniversario de la final del Mundial 50 que Uruguay ganó 2-1 a Brasil en el Maracaná. Y murió de un paro cardíaco mientras miraba la repetición de la semifinal de Libertadores que el Inter de Andrés D’Alessandro le ganó 2-1 a Tigres de México.
“La historia -dijo el exjugador e historiador uruguayo Gerardo Caetano- termina así de una manera que la mejor literatura no lo hubiera imaginado”. Caetano me dijo años atrás que el fútbol era para los uruguayos un “espacio épico, nuestra mitología griega”. Ghiggia era Homero. El gobierno uruguayo lo homenajeó en su muerte. Telegrama presidencial de condolencias. Velatorio en el Palacio Legislativo. Bandera uruguaya cubriendo el féretro. Y el nuevo capitán de la Celeste presente. “Fue quien nos marcó la cancha y nos enseñó que no hay imposibles”, dijo Diego Godín. Los diarios le dedicaron páginas y páginas. Y hasta recordaron que a Ghiggia, un tipo más bien difícil, osco y parco, se le ocurrió una broma en 2013, cuando dijo que Obdulio Varela, “El Negro Jefe”, capitán inmortal del Maracanazo del ‘50, era brasileño y que por eso hablaba bien el portugués. El video recorrió las redes sociales y los historiadores tuvieron que recordar documentos para decir que no podía ser cierto. Obdulio, en realidad, había nacido en La Teja, de madre negra y lavandera y padre blanco y buscavida. Alcides, en realidad, se había prestado a la campaña de promoción de un libro de cuentos llamado “Obdulio era brasilero”. Fue su última gran broma.
En la larga charla que tuve con él en 2013 en Las Piedras, Ghiggia también me sorprendió con una afirmación. Y no era broma. “Hasta el día de hoy -me dijo- no sé a lo que llaman garra”. Y siguió: “Yo nunca lo supe, la garra es porque a uno le toca íntimo no querer perder, a eso acá le pusieron garra”. Pero la garra charrúa fue mito. “Dejamos la técnica y creímos que había que importar el juego europeo. Se olvidó un poco de la inteligencia del jugador, la inteligencia criolla”. La garra, además, devino en violencia. “Y así -me dijo Ghiggia- fuimos perdiendo lo que teníamos antes”. El escritor Eduardo Galeano, con quien trabajé justamente para el documental de la historia del fútbol que incluyó la entrevista de Ghiggia, habló una vez del Maracanazo como “jodida tentación a la eterna nostalgia” y el Maestro Tabárez como el problema que significó querer repetir siempre la hazaña a través de la guapeza y no del fútbol. Acaso fue así hasta 2010, cuando todo Uruguay celebró el cuarto puesto de Sudáfrica. Y ganado con fútbol, no con patadas.
La nostalgia, tiene razón Galeano, es tentadora. Ghiggia me contó en Las Piedras que tenía apenas 21 años en el Mundial del ‘50. Que había llegado a ser titular de Peñarol casi de casualidad, que antes del Mundial había jugado apenas cuatro partidos con la selección, que el DT de la Celeste, Juan López, había sido contratado sólo quince días antes de la Copa y que la noche previa a la final él durmió como un conde. “Teníamos gente de experiencia y eso te da una tranquilidad enorme”. Que se reían desayunando con los diarios que ya decían “Brasil campeón”. Que cuando iban por el túnel, Obdulio contó al equipo que, un día antes, los dirigentes le habían dicho que “si perdemos por cuatro estamos conformes”. Y que eso hizo salir al equipo “con rabia”. Porque “es gente del país nuestro, compatriotas, que no tienen confianza en uno”. Y que allí fue cuando Obdulio pronunció la frase mítica de que había que ganar porque “los de afuera son de palo”.
La otra frase mítica del Maracanazo la pronunció en 2006 en Brasil el propio Ghiggia. “Sólo tres personas silenciaron el Maracaná: Frank Sinatra, el Papa Juan Pablo II y yo”. Sucedió cuando Ghiggia corrió por derecha para recibir la devolución de Julio Pérez y, en lugar de dársela al medio a Omar Míguez, su compañero de habitación que le pedía la pelota, vio que el arquero Barbosa le regaló el palo y anotó el histórico 2-1 desde un ángulo difícil. A Barbosa, sabemos, lo acusaron de por vida. Pero Barbosa quiso anticipar lo que Ghiggia había hecho trece minutos antes, cuando sí pasó al medio a Juan Schiaffino para el 1-1, un empate que igualmente coronaba campeón a Brasil. Alcides justificó siempre la decisión de Barbosa. Lo hizo también en la entrevista de Las Piedras. Me contó también que, efectivamente, el Maracaná, colmado por doscientas mil personas, no podía creer lo que estaba sucediendo. “A un equipo, por más temible que sea, si no lo atacás, nunca vas a saber si la defensa es buena o mala”. Me dijo también Ghiggia que el silencio era tal que los jugadores se podían escuchar perfecto dentro de la cancha. Y que ese silencio paralizó a la selección local. Al punto que, si el partido hubiese durado un día más, Brasil, me dijo Ghiggia, jamás habría empatado, sino que “hubiese terminado perdiendo por más goles”. Eran otros tiempos. Los dirigentes que antes pedían perder por no más de cuatro ya se habían ido. Los jugadores tuvieron que poner de su bolsillo para comprar “unos sanwichitos” y brindar con cerveza después de la cena. Y salir luego a buscar en la medianoche al gran Obdulio, que estaba bebiendo con doloridos hinchas brasileños en bares cercanos.
Alcides, que en 1947 no pasó una prueba en Atlanta, jugó apenas doce partidos con la selección de Uruguay. Anotó cuatro goles. Los cuatro del Mundial ‘50. En el ‘52 trompeó a un árbitro en un clásico Peñarol-Nacional, lo suspendieron por quince meses y se fue a Italia. Ocho años en la Roma. Selección italiana y Milan. Tapados de piel, Alfa Romeo, jet set, Gina Lollobrigida, Vittorio Gassman, paparazzi. “Mujeres sí, pero jugué hasta los 42 años en Primera eh”. Alcides me contó que su camiseta celeste gloriosa del 50 se “disolvió” en un placard, que los botines del milagro terminaron en un tacho de basura en Italia, que vendió “un coso de oro” (medalla) para comprar un terreno y que no guardaba ni fotos de la gesta, cuya única imagen fílmica del gol histórico ni siquiera podía ver, por miedo al infarto. Un empleo público en el Casino primero, luego una pensión graciable de 700 dólares del Estado y algún dinero de la empresa Tenfield lo ayudaron en los últimos años. Pero Alcides, osco, ya dijimos, se quejó cuando en 2008 el entonces canciller Reinaldo Gargano le dijo “¡Ah, Ghiggia! ¡El pueblo uruguayo le debe mucho a usted!”. “El pueblo -contestó Alcides- no me debe nada. Ustedes, los que gobiernan, me deben”.
“La historia -dijo el exjugador e historiador uruguayo Gerardo Caetano- termina así de una manera que la mejor literatura no lo hubiera imaginado”. Caetano me dijo años atrás que el fútbol era para los uruguayos un “espacio épico, nuestra mitología griega”. Ghiggia era Homero. El gobierno uruguayo lo homenajeó en su muerte. Telegrama presidencial de condolencias. Velatorio en el Palacio Legislativo. Bandera uruguaya cubriendo el féretro. Y el nuevo capitán de la Celeste presente. “Fue quien nos marcó la cancha y nos enseñó que no hay imposibles”, dijo Diego Godín. Los diarios le dedicaron páginas y páginas. Y hasta recordaron que a Ghiggia, un tipo más bien difícil, osco y parco, se le ocurrió una broma en 2013, cuando dijo que Obdulio Varela, “El Negro Jefe”, capitán inmortal del Maracanazo del ‘50, era brasileño y que por eso hablaba bien el portugués. El video recorrió las redes sociales y los historiadores tuvieron que recordar documentos para decir que no podía ser cierto. Obdulio, en realidad, había nacido en La Teja, de madre negra y lavandera y padre blanco y buscavida. Alcides, en realidad, se había prestado a la campaña de promoción de un libro de cuentos llamado “Obdulio era brasilero”. Fue su última gran broma.
En la larga charla que tuve con él en 2013 en Las Piedras, Ghiggia también me sorprendió con una afirmación. Y no era broma. “Hasta el día de hoy -me dijo- no sé a lo que llaman garra”. Y siguió: “Yo nunca lo supe, la garra es porque a uno le toca íntimo no querer perder, a eso acá le pusieron garra”. Pero la garra charrúa fue mito. “Dejamos la técnica y creímos que había que importar el juego europeo. Se olvidó un poco de la inteligencia del jugador, la inteligencia criolla”. La garra, además, devino en violencia. “Y así -me dijo Ghiggia- fuimos perdiendo lo que teníamos antes”. El escritor Eduardo Galeano, con quien trabajé justamente para el documental de la historia del fútbol que incluyó la entrevista de Ghiggia, habló una vez del Maracanazo como “jodida tentación a la eterna nostalgia” y el Maestro Tabárez como el problema que significó querer repetir siempre la hazaña a través de la guapeza y no del fútbol. Acaso fue así hasta 2010, cuando todo Uruguay celebró el cuarto puesto de Sudáfrica. Y ganado con fútbol, no con patadas.
La nostalgia, tiene razón Galeano, es tentadora. Ghiggia me contó en Las Piedras que tenía apenas 21 años en el Mundial del ‘50. Que había llegado a ser titular de Peñarol casi de casualidad, que antes del Mundial había jugado apenas cuatro partidos con la selección, que el DT de la Celeste, Juan López, había sido contratado sólo quince días antes de la Copa y que la noche previa a la final él durmió como un conde. “Teníamos gente de experiencia y eso te da una tranquilidad enorme”. Que se reían desayunando con los diarios que ya decían “Brasil campeón”. Que cuando iban por el túnel, Obdulio contó al equipo que, un día antes, los dirigentes le habían dicho que “si perdemos por cuatro estamos conformes”. Y que eso hizo salir al equipo “con rabia”. Porque “es gente del país nuestro, compatriotas, que no tienen confianza en uno”. Y que allí fue cuando Obdulio pronunció la frase mítica de que había que ganar porque “los de afuera son de palo”.
La otra frase mítica del Maracanazo la pronunció en 2006 en Brasil el propio Ghiggia. “Sólo tres personas silenciaron el Maracaná: Frank Sinatra, el Papa Juan Pablo II y yo”. Sucedió cuando Ghiggia corrió por derecha para recibir la devolución de Julio Pérez y, en lugar de dársela al medio a Omar Míguez, su compañero de habitación que le pedía la pelota, vio que el arquero Barbosa le regaló el palo y anotó el histórico 2-1 desde un ángulo difícil. A Barbosa, sabemos, lo acusaron de por vida. Pero Barbosa quiso anticipar lo que Ghiggia había hecho trece minutos antes, cuando sí pasó al medio a Juan Schiaffino para el 1-1, un empate que igualmente coronaba campeón a Brasil. Alcides justificó siempre la decisión de Barbosa. Lo hizo también en la entrevista de Las Piedras. Me contó también que, efectivamente, el Maracaná, colmado por doscientas mil personas, no podía creer lo que estaba sucediendo. “A un equipo, por más temible que sea, si no lo atacás, nunca vas a saber si la defensa es buena o mala”. Me dijo también Ghiggia que el silencio era tal que los jugadores se podían escuchar perfecto dentro de la cancha. Y que ese silencio paralizó a la selección local. Al punto que, si el partido hubiese durado un día más, Brasil, me dijo Ghiggia, jamás habría empatado, sino que “hubiese terminado perdiendo por más goles”. Eran otros tiempos. Los dirigentes que antes pedían perder por no más de cuatro ya se habían ido. Los jugadores tuvieron que poner de su bolsillo para comprar “unos sanwichitos” y brindar con cerveza después de la cena. Y salir luego a buscar en la medianoche al gran Obdulio, que estaba bebiendo con doloridos hinchas brasileños en bares cercanos.
Alcides, que en 1947 no pasó una prueba en Atlanta, jugó apenas doce partidos con la selección de Uruguay. Anotó cuatro goles. Los cuatro del Mundial ‘50. En el ‘52 trompeó a un árbitro en un clásico Peñarol-Nacional, lo suspendieron por quince meses y se fue a Italia. Ocho años en la Roma. Selección italiana y Milan. Tapados de piel, Alfa Romeo, jet set, Gina Lollobrigida, Vittorio Gassman, paparazzi. “Mujeres sí, pero jugué hasta los 42 años en Primera eh”. Alcides me contó que su camiseta celeste gloriosa del 50 se “disolvió” en un placard, que los botines del milagro terminaron en un tacho de basura en Italia, que vendió “un coso de oro” (medalla) para comprar un terreno y que no guardaba ni fotos de la gesta, cuya única imagen fílmica del gol histórico ni siquiera podía ver, por miedo al infarto. Un empleo público en el Casino primero, luego una pensión graciable de 700 dólares del Estado y algún dinero de la empresa Tenfield lo ayudaron en los últimos años. Pero Alcides, osco, ya dijimos, se quejó cuando en 2008 el entonces canciller Reinaldo Gargano le dijo “¡Ah, Ghiggia! ¡El pueblo uruguayo le debe mucho a usted!”. “El pueblo -contestó Alcides- no me debe nada. Ustedes, los que gobiernan, me deben”.