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La desaparición de Santiago Maldonado, que el Gobierno intentó minimizar, por el reclamo masivo de la sociedad se convirtió en una cuestión que golpea al propio Mauricio Macri.
LA COLUMNA DE LA SEMANA

La batalla cultural

El éxito no siempre es buen consejero. Algo de ello le ocurre al Gobierno nacional. O, mejor dicho, le continúa ocurriendo desde que ganó las elecciones del 2015.
Desde entonces escucha –casi reverencia- a un gurú que, sin ninguna duda, contribuyó en buena medida al triunfo electoral y que, casi como consecuencia, reniega de todo aquello que despida algún aroma a política.
Dicho gurú -hablamos del ecuatoriano Jaime Durán Barba- dice, predice y asegura que lo viejo no sirve, que nadie mira para atrás, que todo es siempre ir para adelante. 
Con bastante menos bagaje intelectual, Durán Barba resulta así una versión criolla de aquel memorable, aunque falso, aserto de Francis Fukuyama que reza “la historia acabó” con el que describió el fin de la Guerra Fría.
En rigor y pese a poseer nacionalidad y prosapia ecuatoriana, lo de Durán Barba no es otra cosa que un tradicional movimiento pendular al que acostumbramos vivir los argentinos. De un exceso pasamos a otro, sin solución de continuidad.
Así de la súper ideologización del kirchnerismo peronista pasamos a la practicidad a ultranza del gurú latinoamericano. Siempre con falsos opuestos de por medio: lo antiguo, lo nuevo; los ricos, los pobres; lo popular, lo elitista; el consumo, el ajuste. En síntesis, lo bueno y lo malo que trocan en función de la vereda en que cada uno decida pararse.
Pero no se trata de alcanzar un mero justo medio, como cómodo posicionamiento ante los inevitables excesos de los extremos. Se trata de una búsqueda de la verdad. Sí, claro la verdad puede relativizarse, suele modificarse, sufre alteraciones y, por tanto, es imposible de alcanzar de manera plena.
Así es en lo que respecta a la verdad. No es así, en cambio, en lo que se refiere a su búsqueda.
Ahí está la diferencia. Y ahí está el defecto y la deuda que el Gobierno actual no logrará saldar mientras descrea de dicha búsqueda y la sustituya mediante respuestas afirmadas en aquello que “a la gente le interesa”.

El relato
El presidente Raúl Alfonsín comenzó su gobierno, allá por 1983, con una preferencia por la búsqueda de la verdad por encima de “lo que le interesa a la gente”.
Casi la mitad del país había votado a favor de los candidatos que sostenían la validez de la ley de auto amnistía que se habían aprobado los últimos representantes de la dictadura militar. 
Nadie imaginaba un juicio a los responsables de las violaciones de los derechos humanos, ni una búsqueda oficial de la verdad por parte del Estado nacional como aconteció a través de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas conformada por personalidades de altísimo prestigio.
No obstante, fue así. Alfonsín optó por dicho camino. Se hizo cuanto debía hacerse por razones éticas, morales y porque se antepuso la búsqueda de la verdad.
No se la sesgó, ni se la utilizó con fines subalternos. No se limitó a un solo bando. No se aceptó ningún relato. Ni el de los militares que pretendían justificar el terrorismo de Estado por aquello de “la lucha contra la subversión apátrida”, ni el de los terroristas de la vereda de enfrente que pretendían justificar crímenes y delitos “en la violencia revolucionaria”.
Debió haber sido una lección aprehendida para siempre. No lo fue. Al poco tiempo, los argentinos volvimos a caer en nuestra pasión por los relatos. El del salariazo y la revolución productiva. El de país del primer mundo. El de un peso igual a un dólar. El de las relaciones carnales.
Casi como una patología. Una especie de gusto por el que nos mientan, siempre y cuando nos narren alguna historia de grandeza para dentro de poco y accedamos a algún momento de felicidad consumista aunque dure poco.
Así, nos caemos. Nos golpeamos. Nos angustiamos. Nos desesperamos. Echamos culpas. Y juramos y perjuramos que jamás votamos al que votamos aunque haya ganado con la mitad de los votos.
Y como no aprendemos la lección: insistimos. El nuevo producto –subproducto- pasó a ser la revolución de los setenta –treinta años después-, la reivindicación de los años de plomo, el progresismo y la liberación.
Un inmenso relato sustentado en el relativo bienestar debido al altísimo precio internacional de la “para nada revolucionaria” soja producida en el “reaccionario” campo argentino, defendido por los “medios hegemónicos”, las multinacionales y el imperialismo.
Entonces, claro, populismo al mango. Inmenso reparto. Un poco para la clientela política, a fin de continuar por la senda de los triunfos electorales. La parte del león para los sacrificados héroes revolucionarios: Néstor Kirchner, Cristina Kirchner, Julio De Vido, Amado Boudou, Josesito López, Hebe de Bonafini, Cristóbal López, Lázaro Báez, César Milani, y otros socios menores.
Pero, claro, todo eso ya pasó. Es el pasado, según Durán Barba. Ahora estamos en otra. O en otro… relato. Aquel que dice que el relato anterior no importa, es inocuo, quedó atrás. Pero no es así.

La batalla cultural
Con el razonamiento de la dualidad entre pasado y presente, lo mejor que podía ocurrir sería mantener vigente dicha dualidad.
Se trataba pues de favorecer, tal vez por acción y sobre todo por omisión, la vigencia de Cristina Kirchner. La opción entre lo nuevo y lo viejo, favorecería a lo nuevo y todos felices y a comer perdices.
A juzgar por los resultados esperables para octubre próximo, todo indica que así puede ser. Que el acierto –una vez más- está del lado del “duránbarbismo”.
Derrotada en casi todo el país, Cristina Kirchner resultaría vencida en sus dos reductos, la fundamental provincia de Buenos Aires y la simbólica provincia de Santa Cruz.
Pero el precio a pagar fue la verdad. No el precio por el eventual triunfo electoral. El precio por no encarar la batalla cultural como camino para la búsqueda de la verdad.
Seguramente, y para la polémica, el momento cumbre de la supremacía del relato por sobre la búsqueda de la verdad fue la sanción y promulgación de la ley que establece oficialmente la cifra de 30.000 como total de los desaparecidos durante la dictadura militar. De aquí en más, todo documento oficial de la provincia de Buenos Aires debe, cuando haga referencia a la cuestión, hablar de 30 mil, so pena de caer en delito.
Es la consagración de una falsedad. Es la entronización de un relato sesgado. Es la imposición de una verdad que no es tal.
¿Y por qué? Para unos se trata de su supervivencia. Imponer verdades –o pos verdades- está en su esencia. Hasta su libertad queda atada a la vigencia y a la creencia por parte de una porción, que se reduce, pero que aún es sustancial de la población. Sin relato, el kirchnerismo no es nada.
Del otro lado, se impone, como queda dicho, otro relato: el de lo nuevo. Ese que hace que nada de lo anterior sea discutible aun semejante barbaridad como fijar el total de desaparecidos por ley provincial.
Para muchos, la cuestión parece no tener consecuencias. Justifican su desdén –o su vagancia- en aquello de “a quién le importa discutir para atrás”, en un “ya pasó”, en el esperanzador “miremos para adelante”.
Como si el pasado fuese inocuo. Como si el presente y el futuro no estuviesen condicionados por el pretérito. Como si la historia hubiese dejado de existir…
Y no es inocuo. 
La vigencia de los relatos, casi no contradichos por indicación y consejo del gurú que hace ganar elecciones, es lo que permite la vigencia del kirchnerismo.
De la fábula de los grandes corruptos que “son perseguidos por razones políticas”. Del invento de los “días felices” mientras se robaban el país. De la preocupación por los pobres, mientras se adueñaban de la Patagonia. Del avance sin trabas del narcotráfico mientras sus socios y protectores no eran molestados. 
Y mucho más allá y más acá en el tiempo. De las acusaciones al presidente Macri de ajustador serial. De promotor de la “ola de despidos”. De la “crisis económica”.
Ese, el económico-social fue el relato elegido por Cristina Kirchner para disputar las PASO. Salió mal para ella y para sus amigos. Durán Barba, otra vez tuvo razón. Casi no la tuvo en la provincia de Buenos Aires.
A tal punto que los últimos días fue necesario que María Eugenia Vidal se pusiese la campaña al hombro para auxiliar a dos candidatos a senador que aún poca gente conoce, pero sobre todo para contrarrestar, con su prestigio, un relato que se abría camino y que, inclusive, ganó la PASO, aunque por una diferencia exigua.
Claro que no todo acabó allí. Presta para reaccionar, aprovechando la desazón que produce una derrota, más aún cuando se la considera previamente como triunfo, la campaña de Cristina Kirchner, inmediatamente pergeñó otro relato con el que colocar al Gobierno en la defensiva.
No se trata de minimizar el caso Maldonado. Todo lo contrario desde dos ángulos. El de su aparición y el del necesario diálogo con representantes de la nación Mapuche. 
Sobre lo primero, nadie puede ni debe soslayar la posibilidad de la culpabilidad de quienes actuaron aquel día, así como nadie puede, ni debe soslayar la posibilidad contraria. Sobre lo segundo, es un tema que no figura entre las preocupaciones de los “focus group”, ni entre las prioridades de las encuestas, pero debe ser atendido, aunque más que otros, provenga del pasado.

Consecuencias
Pero la vigencia del relato y sus relatores, y la negativa a dar la batalla cultural, impuso rápidamente una nueva versión con la que trabajar hasta las elecciones de octubre próximo por parte del kirchnerismo. La que queda resumida en el slogan “Macri, basura, vos sos la dictadura”.
Un slogan que, solo en parte, pretende alcanzar vigencia en un resultado electoral. Sí, en cambio, busca fortalecerse en la calle. En ese territorio, donde siempre pretenden dar la disputa los violentos, los que descreen de las instituciones, los que reivindican como gloriosos aquellos años setenta.
No les salió bien en el primer intento. La violencia focalizada de la marcha del 1 de abril no produjo el muerto “necesario” entre los “perejiles” que caminan de buena fe. 
No salió bien porque Patricia Bullrich se mantuvo en sus trece. Porque defendió a la Gendarmería. Pero, por sobre todas las cosas, porque no compró el relato.
Es que aun si algún gendarme o grupo de gendarmes resultase culpable, dicha culpabilidad no proviene ni de un mandato a la fuerza de seguridad por parte del Gobierno nacional, ni de una decisión del Presidente de la República.
Ergo, Bullrich –Patricia- sabe muy bien que no debe ceder y no solo para resultar creíble antes las fuerzas de seguridad. Por eso cuando intentaron condicionarla, amenazó con su renuncia. A ella, al menos de momento, ni el relato antiguo, ni el nuevo –el anti relato- la vencen.
Hoy, y cuando menos hasta el 23 de octubre, la consecuencia de la batalla cultural no dada es la movilización callejera alrededor del “Macri, basura, vos sos la dictadura”. Su amplitud está por verse, pero su riesgo existe y su vigencia probablemente no decaiga.
No obstante, bueno sería que la lección no fuese en vano, aunque más no sea luego del 23 de octubre, cuando el Gobierno cuente con un apoyo mayor y el kirchnerismo compruebe la merma de sus votantes.
Bueno resultaría pues que, con mayor presencia legislativa y con mayor aval ciudadano, el Gobierno intentase separar búsqueda de verdad de relato y que comprenda la necesidad de trabajar sobre bases sólidas.
Vale la pena tenerlo en cuenta porque ya existen voces oficialistas que no ocultan sus deseos de una continuidad de la vigencia de Cristina Kirchner para “facilitar” un triunfo “re eleccionista” en las presidenciales del 2019.
Son esos que dicen que “el negocio” es vencer a la Kirchner, en la provincia de Buenos Aires, por solo uno o, a lo sumo, dos puntos para que ella intente ser candidata en el 2019.
Habrá que contestarles que si el Gobierno pretende reelegir, deberá hacer algo más que mantener en pie un “sparring” que tambalea. Habrá que recordarles que allí sí, hará falta concretar realizaciones medibles en resultados
Que, en definitiva, no solo la política guarda y guardará vigencia, sino que además es un film que se desarrolla en el tiempo y no una foto que captura un momento, y mucho menos una selfie, donde las poses suplantan la realidad, tal y como creen algunos de los gurúes de turno.

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