“Queridos amigos, amigas, primos, primas, tíos y tías: Alex y yo les queremos contar que estamos esperando un bebé para principios de enero. ¡Sí, estoy embarazada!, un shock, pero no podemos estar más felices. ¡Acá agregamos un Zorreguieta-Cerruti más! Imaginen cuando sus hijos les digan: ¡Pero mami, habla raro! Espero que no venga con aires de principito”.
La entonces princesa Máxima anunciaba así a sus familiares y amigos argentinos que estaba embarazada. Era principios de junio de 2003 y en pocos días se haría el anuncio oficial. El texto de este mail, que daba otros detalles, nunca debería haber llegado a los medios, pero se filtró. Y así nos enteramos que no querían saber el sexo, que no eran mellizos, que no habían hecho ningún tratamiento de fertilización y que no pensaban educar al futuro rey o futura reina entre algodones. Si algo no permitirían es que tuviera delirios de grandeza.
Aparentemente lo han conseguido. Ese niño, finalmente, nació el 7 de diciembre de 2003 y fue niña. Recibió el nombre de Catalina-Amalia Beatriz Carmen Victoria y desde su primer llanto fue princesa de los Países Bajos y segunda en la sucesión del trono holandés.
Qué haya sido mujer no fue problema. Aunque en algunas casas reales no tener un heredero varón causó crisis institucionales e, incluso, el advenimiento de la república, en los Países Bajos estaban acostumbrados. Venían de una larga saga de reinas: Emma (como regente), Guillermina, Juliana y Beatriz habían regido sus destinos y estaba muy orgullosos de ellas.
Amalia fue creciendo junto a sus dos hermanas menores en palacios de ensueño y pudimos verla más de cerca en los posados que hacían en Villa La Angostura o en Puerto Madero cuando visitaban a sus abuelos argentinos. La primera vez que escuchamos su voz fue para contestarles a los periodistas en perfecto porteño que la comida que más le gustaba eran las milanesas.
Es verdad que recibió la más exquisita educación posible, siempre enfocada a su futuro papel como reina, pero sus padres no se apuraron para “sacarla al ruedo”. De hecho, a partir de los 18 años, hubiera tenido que cobrar una asignación como contraprestación a los servicios a la corona y Amalia la rechazó con el argumento de que aún estaba estudiando y sus pocos deberes reales no ameritaban un sueldo exclusivo para ella. Recién ahora comenzará a cobrar el millón y medio de euros al año que le corresponde.
Si lo vemos en perspectiva, Amalia tuvo más suerte que sus predecesoras. La reina Guillermina, su tatarabuela, a los 21 años ya era reina, se había casado, había evitado un conflicto internacional al salvar a un líder sudafricano y se había enfrentado al imperio británico y al alemán a los que detestaba. Su hija y heredera, Juliana, a los 18 años se convirtió en miembro del consejo de estado, ya había realizado los primeros estudios universitarios y había comenzado a asumir la representación del reino. A los 21 años, la edad de Amalia, era una experta.
Cuando Amalia nació, reinaba su abuela Beatriz. Había nacido en 1938 de modo que su infancia estuvo signada por la guerra. Exilio, crisis políticas y la inestabilidad de su madre la habían hecho crecer de golpe así que a los 21 años ya tenía un camino bastante recorrido.
El actual rey Guillermo Alejandro, padre de Amalia, tuvo la suerte de tener una infancia sin demasiadas nubes. Sus padres fueron lo suficientemente permisivos como para que se convirtiera en un joven rebelde y más amigo del protocolo de la noche que del protocolo del palacio. Era conocido como “prinz (píncipe en holandés) Pils” en referencia a la marca más famosa de cerveza de los Países Bajos. Los 21 años lo encontraron tratando de alargar la adolescencia y con pocas ganas de asumir alguna obligación.
Amalia, ni uno ni lo otro. Ni una vida dedica totalmente al reino ni tampoco la poca dedicación de su padre. Una joven “normal”, como Máxima soñó cuando supo que estaba embarazada.
Aunque… a una joven normal no le pasa que, a punto de irse a vivir a uno de los dormis de la universidad, un comando terrorista la amenazara de muerte. Fue el primer golpe de realidad. Y la solución fue vivir en el extranjero casi a escondidas y cursando el primer año de carrera en forma remota.
Aunque aún le falta para completar sus estudios, Amalia ya dice presente en los acontecimientos de la corte. Y en su última aparición deslumbró de tal manera que los medios hicieron un paralelismo con aquel patito feo del cuento infantil de Hans Christian Andersen que se sentía rechazado y diferente pero que, cuando creció, se convirtió en un esbelto y níveo cisne.
Al igual que en el cuento, a Amalia se la criticaba mucho por su estilo. Mientras que su madre era la mujer mejor vestida de la realeza, Amalia siempre lucía antigua y parecía incómoda. Incluso recordemos la polémica cuando una revista argentina hizo referencia en su tapa a su soprepeso. Aunque el título parecía elogioso, escondía una crítica por no responder a los cánones de belleza.
Pero la futura reina, de a poco, va cerrando bocas. O abriéndolas. Porque nos quedamos todos asombrados cuando en una cena de gala, el 10 de diciembre, apareció con un vestido del diseñador japonés Tadashi Shoji. El vestido no era alta costura sino que pertenece a una de las líneas conocidas como “luxury-ready- to-wear” (lujo listo para usar). Costaba “solo” 700 dólares. A pesar de ello, se ajustaba perfectamente a su silueta y brillaba tanto que la hacía brillar. Pero eso no fue todo: estaba coronada por la “Tiara de Máxima”, llamada así porque fue la que usó para su boda. No es que haya sido comprada especialmente para la entonces futura esposa de Guillermo Alejandro sino que Máxima tomó la base de una tiara de perlas de su suegra y le puso cinco estrellas de brillantes que había pertenecido a la reina Emma. El collar y los aros también eran históricos. Estaba fantástica.
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