“Los maestros eran racistas, discriminaban a sus alumnos, decían que tenían problemas de aprendizaje, que no aprendían porque faltaban mucho a la escuela y que los padres no les insistían porque no les importaba nada. Tenían una actitud despectiva”. De esta manera resume la maestra Mónica Zidarich lo que ocurría en la década de 1980 en El Sauzalito, un pequeño pueblo del Chaco en el norte , habitado mayoritariamente por aborígenes wichí.
En aquel tiempo, los niños repetían primer grado varias veces o abandonaban la escuela por una sencilla razón: sus maestros hablaban castellano y ellos, wichí. “A nadie se le había ocurrido aprender la lengua, porque el mandato para ellos era que los chicos aprendieran castellano”, explica esta licenciada en Ciencias de la Educación de 60 años.
Con 22 años, marido y un bebé, ella se mudó desde la ciudad de Córdoba, a mil kilómetros de distancia, para enseñar en ese lugar que había conocido de adolescente. Llegó sin saber bien con qué se encontraría ni imaginar que sentaría las bases de la educación bilingüe años antes de que fuera obligatoria.
Mónica Zidarich con Daniel Palacios, uno de sus primeros alumnos y hoy maestro bilingüe.
Zidarich cuenta que aprendió el wichí “a los golpes” y que se enfrentó a prejuicios, resistencias y a una gran soledad. Veintiocho años después, cree que valió la pena: aquellos niños que fracasaban en la escuela hoy son maestros bilingües interculturales y hasta funcionarios ministeriales que buscan cambiar el destino de un pueblo históricamente avasallado.
El Sauzalito se encuentra en El Impenetrable, el segundo pulmón verde de Sudamérica, en pleno monte, a la vera del río Bermejo. Es una de las tres localidades chaqueñas habitadas por wichís, una comunidad indígena asentada también en parte de Bolivia, Paraguay y en las provincias argentinas de Salta y Formosa. Según el Censo Nacional de 2010, en Argentina viven más de 50.000 wichís y unos 10.000 se ubican en Chaco, una provincia pluricultural también poblada por qoms y moqoits, además de criollos y blancos.
Cuando Zidarich llegó, en 1985, Sauzalito tenía 800 pobladores, agua de pozo y la energía llegaba a cuentagotas. “Era una realidad rotundamente diferente a la mía”, afirma. Debutó en una escuela multigrado, en un viejo templo anglicano con piso de tierra, troncos para los bancos y un pizarrón despegado. “No entraba dentro de los esquemas de lo que yo consideraba una escuela”, explica.
La casa de Agustina Lorenzo funciona como espacio de contención para los niños.
Sus alumnos sólo hablaban la lengua wichí y muchos habían repetido hasta cuatro veces primer grado a causa de las dificultades en la alfabetización inicial. “Yo no estaba advertida. Sabía que venía a la comunidad wichí, pero no tenía en claro que eran monolingües al ingresar a la escuela y que iba a tener chicos de 5 a 14 años”, relata. Según la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas de 2005, el 90,7% de los 50.000 wichí se comunica habitualmente su propia lengua, lo que la convierte en una de las más habladas del país.
La maestra no sabía una palabra en wichí y desconocía el contexto. Por ende, su método occidental de enseñanza era ineficaz. Explica que dibujar un tren con los días de la semana escrito en sus vagones carecía de sentido porque los niños nunca habían visto uno. Igual sucedía si garabateaba un oso con forma de peluche que en nada se parecía al oso hormiguero del lugar. “Me sentí muy desorientada porque me daba cuenta de que establecía un vínculo con ellos, pero sentía que no estaba pudiendo enseñar; que jugaba a la maestra”, admite.
Choque de culturas
Daniel Palacios, wichí de 36 años, cuenta que era muy fuerte el rechazo a los niños indígenas en la escuela. “Sufrimos mucho el pisoteo de las autoridades. Hasta nos prohibían hablar en nuestro idioma, no solo en las aulas sino en el recreo y, si nos escuchaban, nos ponían en penitencia. Lo viví”, relata el exalumno de la docente Zidarich. “Muchos quedaron en el camino por el choque de las lenguas, que produjo heridas”, agrega.
Palacios es hoy maestro bilingüe y licenciado en Ciencias de la Educación. Explica que la dominación cultural y la persecución indígena, desde la época de la colonia hasta las campañas militares de los últimos siglos, siguen grabadas en el inconsciente colectivo.
Mónica Zidarich cuando era directora de la escuela en el Paraje Onholo Vizcacheral (entre 2002 al 2005).
“En las familias nos decían que se hablaban cosas negativas de nosotros y que nos podían tratar como seres sin capacidad. Desde chico uno viene cargando esas responsabilidad de aprender, de cuidarse y de cuidar a la comunidad”, reflexiona.
Mirta Aranda, de 46 años, wichí licenciada en Ciencias de la Educación, docente y directora de gestión comunitaria de la Secretaría de Plurilingüismo e Interculturalidad del Ministerio de Educación del Chaco, sabe de lo que está hablando su compañero. Relata que en su infancia había que aprender el castellano o irse de la escuela. “Para mí fue muy difícil porque no entendía lo que nos decían, y el docente que venía de afuera no sabía una palabra de nuestro idioma”, cuenta. Ella repitió tres veces primer grado. A veces, en la comunidad, la gente se preguntaba por qué no les querían. “Creo que unos por desconocimiento; y el que sabe, por racismo porque no te ve igual, no te ve como una persona sino como alguien inferior. Hasta la actualidad lo seguimos sufriendo”, asegura.
La funcionaria Mirta Aranda y las maestras bilingües Vilma Coria y María Lorenza Miranda.
El modelo civilizador
Argentina reconoció legalmente la preexistencia de los pueblos originarios en la reforma de la Constitución Nacional de 1994. La sanción de la Ley del Aborigen Chaqueño en 1987 impulsó la educación bilingüe y bicultural. La normativa obligaba a capacitar a auxiliares docentes aborígenes para formar “parejas pedagógicas” con los maestros blancos. Es decir, propiciaba que jóvenes originarios se insertaran en el sistema educativo para trabajar junto a un docente en el grado.
Zidarich capacitó a los auxiliares con el asesoramiento de Marta Tomé, una académica que había trabajado durante la dictadura militar en El Sauzalito. El trabajo no fue fácil porque se reproducían las desigualdades. “Me sentaba en un rincón y era como que yo no existía. Fue una lucha, no te dejaban hacer nada, te mandaban a hacer el [mate] cocido o a limpiar el patio”, relata la maestra wichí Lorenza Miranda, de 50 años, sobre su experiencia como auxiliar de un maestro blanco. “Si uno hace el análisis de lo que pasaba en nuestro país y en Latinoamérica, hay que hablar de un modelo civilizador en que el mandato era que la escuela borrara los rastros de estas diversidades culturales y lingüísticas”, dice Zidarich.
Niños juegan en el vivero de la casa de Agustina Lorenzo.
La clave: el buen trato
Zidarich comenzó a enseñar en primer grado de la escuela 811 del Sauzalito en 1997. La acompañaba el auxiliar wichí Ambrosio Rosario. La maestra cuenta que aquellos fueron los años más hermosos de su carrera. Ella llamaba a cada estudiante por su nombre afectivo, los wichí tienen uno en el DNI y uno familiar. Fue un boom y estalló la matrícula: casi todos los chicos indígenas iban a la escuela. “Mónica encontró las estrategias para amigarnos con el proceso de aprendizaje. Lo que recuerdo es el trato como alumnos, como personas importantes. Eso nunca lo tuvimos antes. Yo la sentí como la tía más querida. Creo que nos quería mucho”, dice Palacios.
La docente los abrazaba y se dejaba abrazar. Algunos recuerdan que era la única maestra que siempre tenía el guardapolvos blanco sucio por las manitos de los niños. “Lo primero que hizo fue aprender a saludar en nuestro propio idioma. Nos gusta escuchar a una persona que no es del pueblo hablar en nuestra lengua porque decimos: ‘Conquistamos a una que no es de nuestra comunidad’”, relata Palacios entre risas.
El trabajo en simultáneo con las dos lenguas funcionó: la escuela obtuvo los mejores resultados en Lengua en una evaluación nacional e incluso fue premiada. “Eso legitimó la experiencia”, cree la maestra.
Romper el etnocentrismo
Aquello fue el germen de una revolución silenciosa, que hoy muestra sus frutos. Zidarich cree que hay un abismo entre los comienzos y hoy. En la transición, enumera, muchos wichís terminaron la primaria, se abrieron dos secundarios, uno para adultos y un instituto terciario para formación de docentes indígenas. Recién en 2006 la Ley de Educación Nacional institucionalizó la educación bilingüe en toda Argentina y en 2010 se consolidó.
Adultos reciben clases de educación bilingüe en la Escuela de Enseñanza Secundaria.
En la actualidad, hay docentes wichí enseñando en las escuelas donde fueron discriminados; hay supervisores y funcionarios aborígenes en el Ministerio de Educación del Chaco, normativas que los amparan y una Junta de Clasificación de Educación Bilingüe Intercultural, única en Latinoamérica, para el acceso equitativo de maestros indígenas a cargos docentes.
“Siento que con el trabajo que hicimos pudimos incidir sobre lo que es hoy El Sauzalito. Me da muchísima alegría. Yo sé que soy parte de ese proceso. Dentro de lo poquito que es para el mundo, me parece enorme”, piensa Zidarich. Según los datos oficiales, 505 docentes bilingües trabajan en escuelas de distintas comunidades indígenas del Chaco: el 20,2% en el pueblo wichí. Ocho de cada diez son maestros de primaria y el resto, de prescolar. No hay cargos en secundaria.
Las comunidades wichí, aún postergadas y pobres, también comenzaron a conocer y defender sus derechos, aporta Marcelo Luna, de 37 años, docente bilingüe y supervisor del Ministerio de Educación. “Hoy los maestros no indígenas están más atemorizados porque los wichí piden que se los respete”, plantea. Su lengua también ganó espacio en los organismos del Estado, se usa en la documentación oficial y hasta el pueblo recuperó su nombre originario: Sipohi [lugar del manduré, un pescado].
Pero hay deudas pendientes. Casi no hay material didáctico en wichí y algunos chicos cuando crecen dejan de hablarlo por la vergüenza heredada. “Llega la adolescencia y pasa eso. Lo veo en mis hijos: no quieren hablar wichí y cuando eran niños lo hacían con total libertad. Por ahí dan ganas de retarlos”, dice Vilma Coria, la primera maestra bilingüe del lugar.
Las estadísticas oficiales muestran avances en educación en las últimas décadas, pero aún se está lejos de la escolarización plena. El 59% de los alumnos aborígenes asiste a la escuela primaria, mientras que sólo el 18% cursa secundaria, ya que no tienen una educación bilingüe que los acompañe. Zidarich coincide en que hay mucho por hacer, pero piensa que el camino está abierto: sólo falta ampliarlo y mejorarlo. Mientras, Mirta Aranda resume: “En casi tres décadas pasamos de un sistema de dominación a uno de liberación”.
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