Era un hombre tímido, apocado, de pocas palabras, tartamudo, pero una vez que hubo encontrado un sonido propio, luego de años de profesión, el rosarino Leandro "Gato" Barbieri se convirtió en una estrella de enorme impacto internacional, en uno de los músicos argentinos más exitosos de todos los tiempos.
No obstante, acaso por tratarse de un músico de jazz, Barbieri no tuvo ni tiene en la Argentina la popularidad que logró sin habérselo propuesto en Italia y en Estados Unidos, países en los que vivió la mayor parte de su vida, a partir de los tempranos años 60, como si sobre él pesara la maldición de no haber sido jamás un artista cortesano.
Es más, cuando se convirtió en un astro internacional hace cincuenta años, por el impacto de la música que compuso para la controvertida película Ultimo tango en París, de Bernardo Bertolucci, aquella de las osadas escenas de sexo entre Marlon Brando-María Schneider, en la Argentina le llovieron críticas, que lo acusaban de haber comercializado en exceso su arte.
Los regresos de Barbieri al país, luego de su partida en los tempranos 60, en parte por la insistencia de su esposa italiana Michelle, que fue clave en su carrera internacional, resultaron esporádicos y algo forzados: de forma casi inevitable sus exploraciones estilísticas estaban más adelantadas que el oído del público masivo primero y luego se sintió un extranjero, en una ciudad que había amado.
Aunque le pusieron su apodo por sus incontables andanzas nocturnas en el ambiente de los cabarets, piringundines y pequeños clubes porteños en que se desarrollaron sus años iniciales buscando vivir de la música, el periodista especializado Sergio Pujol sostiene que es posible pensar que el Gato Barbieri tuvo siete vidas.
Pujol acaba de publicar un libro imprescindible, Gato Barbieri. Un sonido para el Tercer Mundo, para aquellos interesados en todo lo que no se supo nunca sobre la agitada vida de este hombre que en su apogeo era el dueño de un sonido explosivo, revolucionario, que lo convertiría en un maestro para miles de músicos más jóvenes y en una especie de discípulo destacado del genio de John Coltrane.
El libro se detiene en algunos tópicos más o menos conocidos de la historia del artista, entre ellos su polémica ácida con Astor Piazzolla, al que admiraba, en torno a la música de Ultimo tango en Paris, pero agrega muchísima información original sobre otros asuntos, como el encuentro con Julio Cortázar en 1973, en Buenos Aires.
En ese encuentro en un hotel, del que también participaba el cineasta brasileño Glauber Rocha, el escritor le contó de su intensa relación con el jazz, intimidándolo un poco con su verborragia, aunque a esa altura el músico había avanzado mucho en la recuperación de la tartamudez que lo había dominado desde la sacrificada infancia en Rosario.
“Tuviste la ventaja de pasar de (Charlie) Parker a Ornette Coleman”, le dijo el autor de Rayuela cuando se presentó el tópico del free jazz, al que adhería Gato. “A mí, en cambio, por razones de edad, de generación, lo que marcó fue el jazz que escuché de joven, pero en 1947, cuando llegó a mis manos a descubrí a Parker. Esa música me enjabonó el piso”.
En el año siguiente, la prestigiosa revista estadounidense de jazz Down Beat le dedicó su tapa con una nota que afirmaba, entre muchos otros elogios, qué si para 1973 el saxofonista “era visto como un músico de free jazz de raíces latinoamericanas”, en 1974 “las muchas versiones del tema de Ultimo tango en París lo han convertido en un suceso” mundial.
Por razones políticas, era un hombre de izquierda, Barbieri recién fue a vivir a Nueva York cuando luego de sus impactantes trabajos con el trompetista Don Cherry empezó a ser un artista mimado por otros músicos de la vanguardia estadounidense, que lo veían como un revolucionario hermano, y, además, con un toque exótico, pero además los sellos musicales lo pensaban como un buen negocio
El exotismo del saxo tenor de Barbieri fue que empezó a recorrer un repertorio de música del folklore argentino -entre ellos clásicos como El arriero, de Atahualpa Yupanqui-Pablo del Cerro o Juana Azurduy, de Ariel Ramírez-Félix Luna- abordándolo como un territorio fértil para la improvisación jazzera, en que descollaba la urgencia de su sonido estridente, sus notas largas y filosas, ese bramido por momentos intranquilizador.
Los ritmos afrocaribeños y la música brasileña, que amaba, también fueron la alfombra roja sobre la que galopó en esa etapa de composiciones y versiones por momentos urgentes, en otros desaforadas, en ocasiones tiernas y suaves, pero sobre todo personalísimas e influyentes para siempre, y por momentos estéticamente vinculadas a las búsquedas y sonoridades del rock.
No le rehuyó a la música soft y sexy -allí están sus versiones de I want you, de Marvin Gaye o Europa, de Carlos Santana, con quien tuvo una activa relación artística durante ambos apogeos- para enojo de los puristas del jazz de vanguardia pero beneficio de sus bolsillos, que durante por lo menos cinco décadas de su vida a veces habían estado llenos de agujeros y necesidades.
En los 80, comenzó el declive de su salud, producto tanto de sus largos años de actuaciones con gran desgaste como de los consumos que fueron minando su cuerpo, y cuando a principios de los 90 volvió a Buenos Aires para dos conciertos en el Gran Rex parecía por momentos, fuera del escenario, un fantasma en una ciudad que ya no reconocía, lleno de melancolía y depresión.
“Soy un tipo con problemas de soledad, soy triste”, dijo en una entrevista con el diario Clarín. “Tengo tres días malos, uno bueno. Soy feliz en este momento y dentro de un rato no sé. Pero esa insatisfacción es que hace que la música sea siempre algo que nace de una necesidad”, agregó este hombre gastado que enviudó de Michelle en 1995.
En los meses finales de su vida, cuando ya no tenía fuerza en los pulmones ni el cuerpo para tocar aquellos impresionantes solos poblados de frases, jadeos, interjecciones y gritos, ni deseo algunos de grabar, le otorgaron en noviembre de 2015 un Premio Grammy a la Excelencia Musical que recibió en Nevada con un gesto casi irónico, con su infaltable sombrero, su ropa de diseño, su distancia de la estridencia personal.
A los jóvenes periodistas latinos les contaba que había grabado 45 discos, que había compuesto para el cine también, que había nacido en Rosario, que disfrutaba del silencio, que esperaba la muerte, que le llegó en 2016, que sentía que no tenía mucho para decir, que pero que había disfrutado de algunos tramos de la vida: el Gato se despedía del mundo como si se hubiese replegado sobre su propio cuerpo cansado.
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