Recuerda los colores de las camisetas de los equipos del Campeonato Mundial de Fútbol de 1982. Del Mundial de 1986, tiene la imagen en cámara lenta del gol del futbolista argentino Diego Maradona contra Inglaterra. Pero durante el Mundial de 1994 en los Estados Unidos ya todo era diferente: no podía ver ni siquiera dónde estaba el televisor. Pablo Lecuona fue perdiendo el sentido de la vista a partir de los 2 años de manera progresiva, pero nunca apagó su entusiasmo por vivir, aprender y compartir.
Se convirtió en un activista por los derechos de los ciegos en el mundo y fue uno de los impulsores del tratado de Marrakech que permitió que ahora 34.000 libros estén grabados con voz humana en español y sean de fácil acceso para las personas con diferentes niveles de discapacidad visual. “Nunca me imaginé ser activista de los derechos de las personas ciegas. Fui aprendiendo, a veces a los golpes”, contó Lecuona. Nació en Buenos Aires en 1974 y estudió la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. A los 17 años, ya trabajaba como técnico de grabación de libros parlantes en la Biblioteca Argentina para Ciegos. En 1999, con amigos, fundó la primera biblioteca digital para ciegos de habla hispana, que llamaron TifloLibros.
Esa iniciativa se hizo a partir de un intercambio entre los amigos. Escaneaban libros impresos y los compartían. Al estar escaneados, cada uno podía usar el lector de pantalla en la computadora y leerlos. Pero un día se preguntaron por qué no compartir con otras personas y así nació Tiflolibros. Más adelante, se creó Tiflonexos, que es una asociación sin fines de lucro que brinda todo tipo de servicios, desde la impresión de menúes de restoranes en Braille hasta publicaciones y asesoramiento en accesibilidad e inclusión a empresas, gobiernos, embajadas, organismos internacionales, y otras organizaciones civiles.
Cuando Lecuona tenía dos años, un oftalmólogo le dijo el diagnóstico de un problema en la retina a sus padres. Les anticipó que no iba a ver. Les sugirió que como iban a tener un hijo ciego, podían pensar en orientarlo para que fuera músico. Pero los padres no se resignaron a que el hijo pudiera seguir desarrollando su vida con autonomía y de acuerdo a sus propios intereses. Con el apoyo de Yolanda Penerini, de la Asociación Argentina de Profesionales de la Discapacidad Visual, Lecuona fue aprendiendo a adaptarse al cambio.
Fue a una escuela primaria común y como adolescente ya se movía solo. Se fue como mochilero con sus amigos a la Patagonia. “Mis padres me dieron libertad para crecer. En mi adolescencia fui a la Patagonia y llevé mi bastón. Terminó siendo el bastón de todos porque mis amigos lo usaron para andar sobre las rocas”, recordó.
“En los años noventa, se aceptaba que algunos libros fueran grabados, pero eran muy pocos. Y no todas las personas ciegas podían contar con escáneres para leer los libros en la computadora. Cuando empezamos a charlar con mis amigos, nos dimos cuenta que había un derecho de propiedad intelectual que respetar, pero a la vez se afectaba nuestro derecho a leer, educarnos y a tener mejores oportunidades de empleo porque el acceso a los libros tenía barreras”, detalló.
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