“Estaba firme yo. No estaba asustada. Estaba esperando si esto sale bien. Que se termine esto con justicia”, dice por teléfono Francisca Ibarra con tono cansado. Esta mujer de 43 años migró hace ya veinte desde una comunidad indígena wichí de Formosa a otra de Salta, en Alto de la Sierra, en la frontera argentina con Bolivia y Paraguay. Allí buscará ahora remontar el golpe que supuso la violación en grupo de su hija de 12 años, discapacitada, ocurrida en 2015. Desde entonces, Francisca lidió con un Estado ausente y logró una condena ejemplar para los culpables. El lunes, antes de lo previsto, un tribunal de la ciudad de Tartagal condenó a 17 años de cárcel efectiva a seis hombres por el abuso sexual con acceso carnal de la niña, que vive en una situación de total indigencia. Otros dos acusados eran menores cuando participaron de la violación en manada y fueron derivados a la justicia juvenil. La actuación -en grupo y con menores- y el uso de violencia física agravaron el delito.
Bastaron cuatro días para cerrar el juicio. Declararon peritos, caciques de la comunidad wichí, familiares de los acusados y de la niña, el chofer que la llevó al hospital y sus padres, que lloraron. Tensos, por primera vez en una sala de juicios, los wichís soltaron un puñado de palabras cada uno, pero sin apartarse de una idea colectiva: “Ha sido violación, que haya justicia”.
Algunos hablaron español. Otros apostaron a su lengua materna, asistidos por una intérprete. Una declaración de la víctima tomada en Cámara Gesell se reprodujo en la sala. Y muchos testigos fueron desechados por las defensas, lo que aceleró el proceso.
Las condenas, finalmente, fueron las que pidió el fiscal. Los defensores solicitaron, en cambio, la libertad de todos los acusados amparados en el beneficio de la duda. La querella y los wichís buscaban la pena máxima: 20 años. “Pero actuaron como corresponde, es importante, hubo justicia”, dijo Julio Díaz, presidente de la comunidad Chofway, de donde es la menor violada.
Asencio Pérez, otro cacique y nexo político con el mundo no indígena, recreó ante el tribunal el minuto cero del caso, cuando la niña violada fue hallada en la cancha de fútbol y “toda la misión” -un término en desuso, huella de la evangelización en la zona- irrumpió con la víctima en el hospital. Pérez contó que certificar el abuso fue un calvario.
El médico que la examinó no podía firmar documento alguno: de nacionalidad boliviana, era uno de los extranjeros sin título revalidado que Salta ubica en zonas alejadas, donde pocos argentinos aceptan trabajar. La firma del gerente del hospital tampoco sirvió porque era bioquímico. Conclusión: los acusados quedaron libres.
Pero algo cambió seis meses después del ataque. La niña, víctima de un evidente retraso madurativo, estaba embarazada.
El diagnóstico fue fortuito, obra de una fundación que hacía trabajos de asistencia en la comunidad. A. S. -esas son sus iniciales- viajó entonces en un vuelo sanitario hasta la capital de la provincia. Llevaba en su vientre un feto sin posibilidades de sobrevivir. El calvario de A. S. terminó en una cesárea.
La prensa se enteró así de que una niña que por ley debería haber abortado pero fue obligada a gestar. Juana, como se la apodó, se volvió una bandera por el aborto, que no se cumple ni en casos de violación de menores, según el supuesto de una ley de 1921.
SALTA
Condenan a 17 años de cárcel por violar a una niña wichí
Los responsables son seis y abusaron de una menor en estado de vulnerabilidad.
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