Serio pero no exento de humor, reflexivo, entusiasta, observador, talentoso, Osvaldo Alcoceba es un juninense prácticamente desconocido por toda la comunidad, aunque no para sus familiares y amigos que residen en nuestra ciudad. Desde muy chico se radicó con su familia en Caseros, una localidad ubicada en el Gran Buenos Aires, al noroeste de la CABA, cabecera del partido de Tres de Febrero. Lleva muchos años dedicado a su gran pasión: la pintura, el dibujo y la escritura.
“Como todo niño, me inicié en la pintura cuando era pequeño. En el niño está lo más grande que tiene el hombre: la libertad, el poder expresarse, el poder jugar. Cuanto más posterguemos en el niño la entrada a la adultez, mejor. Yo tuve una lucha muy grande con mi viveza y un trabajo muy importante con el desaprender. El niño lo tiene todo”, comienza diciendo Alcoceba.
Y agrega casi enseguida: “Nací en Junín el 16 de julio de 1939. Pero tuve la suerte de haber nacido dos veces: la primera vez me parió mi madre, un mediodía de mucho frío. De ella tengo el mejor de los recuerdos, pues me quiso como solo una madre puede querer. Y ese cariño me sirvió para toda la vida. Fue el mejor escudo protector de mi vida”.
“El otro parto ocurrió a los diecisiete años. Desde chico me gustaban el dibujo, la pintura y la filosofía, y hacía lo que podía. A los doce años me dieron un premio en un concurso de dibujo. Nos había llevado un profesor con el que estudiaba, y al que dejé porque nos hacía copiar como técnica. En esa época de adolescente, leí en el diario La Razón un pequeño aviso que rezaba: SE ENCUENTRA ABIERTA LA INSCRIPCIÓN EN LA ESCUELA DE ARTE MODERNO DE BUENOS AIRES LAS CUATRO DIMENSIONES.
Me llamó la atención y fui. Allí lo conocí a Esteban Lisa, quién se convertiría con los años en mi gran maestro. En aquella escuela encontré lo que buscaba, y que no hallaba en ningún otro lado: Un ambiente de verdadera camaradería y amor. El primer día de clase, Lisa nos hizo hacer, a los nuevos discípulos, un dibujo copiando modelos de yeso que pendían de la pared. A mí me tocó dibujar la Flor De Liz. Mientras yo hacía mi trabajo, observaba lo que hacían los demás y pensaba para mí: "al lado de estos, cuando vea el mío, me va a preguntar dónde aprendí a dibujar así”. Cuando terminamos, Lisa observó lo que habíamos hecho cada uno de nosotros, y empezó a hacer los comentarios pertinentes. Cuando fue mi turno, Lisa observó mi dibujo y comentó: "Este señor hizo un dibujo bastante perfecto, pero esto no es el problema". No sé por qué, eso me atrapó”, puntualiza Osvaldo.
“En la escuela de Lisa se hablaba de Picasso, Klee, Chagall y de todos los pintores. Pero también de Pirandello, García Lorca, de Kant, Platón, Espinosa, Berkeley, Heisenberg, Einstein, La Biblia, etc. Se hablaba con profundidad, y se le daba un sentido no intelectual, sino de vivencia pura. Yo estaba maravillado y ahora, que han pasado tantos años, sigo maravillado: Dibujábamos, Dibujábamos, pintábamos y leíamos a los filósofos más difíciles. Y se nos hacía fácil comprenderlos porque todo era vivenciado a través de la pintura”, recuerda con mucha emoción.
Por último, señala: “Yo leo mucho a un filósofo contemporáneo, muy original, Alan Watts. Dice algo así: “En el trabajo se le da al hombre un tiempo para el juego o recreo, para que este juego le permita cargar las pilas y vuelva al trabajo y en el trabajo sea lo más eficiente posible, entendiendo que lo más importante de la vida es el trabajo, el deber. Y el juego es algo así como una distracción para poder seguir trabajando. Cuando en realidad lo más importante tendría que ser el juego y el trabajo sería un deber que cumplir para poder seguir jugando. Significa que nuestra cultura tiene muchas cosas al revés”.
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