El primer y serio problema es que no hay reportes completos y publicados sobre este fenómeno, con las evidencias científicas que hoy se exigen para su aplicación en la práctica clínica y para el diseño de programas de salud. Hay algunas investigaciones parciales pero no son suficientes. Por ello, se desconoce la magnitud de los diversas causas de este incremento. Tampoco se sabe en profundidad cómo se desagrega este consumo, según sea bajo las pautas del uso racional de los medicamentos o no. Este empleo adecuado se define cuando el fármaco se administra en una enfermedad en particular y en la que hay probada evidencia científica de eficacia, que esta enfermedad sea aguda y suficientemente severa como para afectar su desempeño cotidiano, que el consumo sea breve, de un par de meses como máximo y que la suspensión se realice con una reducción muy gradual y bajo control médico. Pero el problema es que la mayoría de quienes toman este tipo de fármacos lo hace para condiciones que no son necesarias. Estos ansiolíticos y los medicamentos para dormir constituyen hoy día un recurso de sencillo acceso para su compra, el costo es relativamente bajo, el alivio que se logra es más bien rápido, los efectos adversos en las dosis apropiadas y a corto plazo no son muy críticos, pero... Pero el problemas es cuántos de los consumidores saben los serios efectos de acostumbramiento a largo plazo (esa pérdida de mejoría con el tiempo), el empeoramiento inmediato si vienen tomando una dosis más bien alta y lo suspende bruscamente, el deterioro de la memoria, los cuadros de intoxicación por lo estrecho de la ventana terapéutica (dosis efectiva más bien próxima a la dosis tóxica), los accidentes en jóvenes y adultos al conducir vehículos o las caídas en pacientes seniles o con deterioro cognitivo, ni qué hablar de la automedicación. Este consumo, lamentablemente, se fue naturalizando. Un ejemplo rápido es cuando una amiga recomienda a otra “para eso que te pasa, tomá un cuartito de esta pastilla que me dieron y que a mí me hizo bien”. Es esa maldita inmediatez. Es la solución mágica y simple para cualquier malestar, cuando el camino es en realidad a largo plazo y debe contemplar casi siempre una serie de cambio de hábitos.
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