MORGAN FREEMAN

Un pionero en el amor libre

A los nueve años, Morgan Freeman tenía dos certezas: no le gustaba la Navidad y le gustaba una compañera de escuela. Detestaba la Navidad porque no existían motivos para festejar. En su casa no sobraba amor ni plata. “Sí -pensaba Morgan-, la Nochebuena sin regalos y poco para comer es horrible”. Pero su compañera, no.

Entonces, no podía mejorar el espíritu navideño, pero sí atraer la atención de la niña. Lástima que el plan que ideó no fue el mejor: su compañera estaba por sentarse y le sacó la silla. Golpazo para la pequeña y castigo para el Romeo frustrado. Ni quedarse sin recreo ni escribir cien veces “no debo”: a alguien se le ocurrió hacerlo actuar delante de sus compañeros. Lo que parecía castigo devino en premio, en el escenario descubrió que su compañera le gustaba, pero jugar a ser otro le gustaba mucho más. Se apasionó por la actuación, tanto que en1949, con 12 años, ganó un concurso como mejor actor de Mississippi.

Fue para esa época que la familia decidió mudarse a Chicago con la esperanza de pasarla mal y no peor como en Mississippi. La madre de Morgan era maestra y su padre, peluquero, padecía una seria adicción al alcohol: la violencia era cotidiana. Además eran una familia negra que vivía en una nación que no les permitía votar, compartir baños, escuelas, trabajos y mucho menos derechos civiles. En la ciudad sureña todo estaba exacerbado, los chicos crecían bajo el lema “los blancos son malos porque odian a los negros y los negros son malos porque son inútiles”. A diario con las noticias del clima, los vecinos escuchaban que el Ku Klux Klan había quemado una casa o había molido a golpes a alguien “por portación de color”.

En Chicago, si bien la situación era más tranquila, la segregación existía. Hasta que en 1955 Rosa Parks decidió que no cedería su asiento a otra persona por el solo hecho de que ella era negra y la otra blanca.

Miles de personas negras, entre ellas Morgan, decidieron que se sentarían donde querían y no donde les decían. La presión fue tal que la Corte Suprema abolió la separación por razas. “Nuestro mundo se puso patas arriba. De un día para otros podíamos beber en las mismas fuentes que los blancos, ir a los mismos restaurantes y usar los mismos baños”.

Al terminar el secundario, Freeman anhelaba ser actor o piloto de aviones. El gran mundo cambiaba pero el pequeño no, sus dos problemas -en la mirada de los demáspersistían: color de piel y bolsillos vacíos. Las películas que veía casi todos los días -vendiendo botellas vacías para pagar la entrada- le confirmaban que en el Hollywood de los 50 las estrellas eran blancas excepto Sidney Poitier. Ser actor parecía imposible y ser piloto también. Hasta 1925 un informe de la Escuela de Guerra del Ejército aseguraba que los afroamericanos negros de los EEUU estaban cualificados físicamente, pero que mental y moralmente eran inferiores, por lo que solo eran aceptados como cocineros, albañiles o empleados de limpieza.

Pero durante la Segunda Guerra Mundial, el escuadrón Tuskgee - conformado por pilotos negros demostró su valentía y aunque no abrió un camino, al menos logró un senderito. Como muchos jóvenes negros y pobres de su época, Morgan se inscribió en la Fuerza Aérea; si no podría ser piloto al menos podría estar cerca de los aviones. Le dieron un trabajo de mecánico: no era lo que quería pero al menos no era la cocina.

Estuvo cuatro años, ahorró algo de dinero y decidió volver a su primer amor: la actuación. Se mudó a Hollywood, la plata alcanzó para un departamento en las afueras. “No tenía coche, tampoco había colectivos, así que no conseguí trabajo. Me inscribí en el sindicato negro de actores, no me sirvió para nada. Al poco tiempo me quedé sin dinero. Pasé hambre”.

Dispuesto a no rendirse, encontró trabajo como cartero. Ese empleo le permitió comprar un auto y sobre todo conocer personas que lo contactaron con escuelas de actuación que -pequeño detalle admitían personas negras.

La oportunidad no llegaba y decidió buscarla en Nueva York. Consiguió un empleo lavando autos, trabajo digno pero muy lejano a sus sueños: “Fue una pérdida de tiempo así que volví a San Francisco y me metí en el teatro amateur”. Como la autopista de la suerte seguía cerrada, avanzó por la cuesta del trabajo. En el teatro le dieron tareas de mantenimiento, limpieza, y a veces lo dejaban actuar. En una de esas raras ocasiones le pidieron que interpretara a un aborigen que salía ondeando la bandera. Se negó, lo echaron.

El gran mundo seguía cambiando. En un país en el que los blancos votaban desde 1789, en 1964 los ciudadanos negros votaron por primera vez. Faltarían 20 años más para que llegaran a estrellas de cine.

Dos años después, Morgan tenía un empleo temporal en una agencia de viajes. Harto de intentar un trabajo estable como actor, le pidió a su jefa ser empleado permanente, pero ella se negó. “Pensé que era por mi color de piel, pero en realidad temía que renunciara apenas consiguiera un buen papel. Si ella hubiese aceptado probablemente hoy seguiría siendo agente de viajes”.

A comienzos de los 70 el gran mundo seguía cambiando y el pequeño mundo de Morgan por fin se puso en sintonía. Con 35 años participó en una obra sobre el Movimiento de los Derechos Civiles que llamó la atención de público y productores. Lo convocaron a un programa de televisión y estuvo en 780 episodios. Por primera vez, supo lo que era vivir sin nadar en la abundancia pero ahogarse en deudas.

El trabajo dejó de ser un problema, pero lo que comenzó a serlo fue su consumo de alcohol. Con el antecedente de su papá, que murió de cirrosis a los 47 años, y luego de despertarse un par de veces en medio de la calle, Freeman decidió dejar de tomar. Lo logró.

En los 80, el espectáculo hollywoodense ya no era un reino blanco. Figuras como Eddie Murphy y Michael Jackson eran adoradas y, sobre todo, garantía de éxito. En 1987, Morgan había cumplido 50 años cuando le ofrecieron filmar El reportero de la calle 42: el protagonista era Christopher Reeve, pero él tendría un importante rol secundario. Por fin y luego de años pagando peajes empezó a transitar por la autopista del éxito. Lo nominaron al Oscar como mejor actor secundario. No lo ganó, pero un amigo le construyó una vitrina con un cartel que decía “Parking reservado para Oscar”. La estatuilla llegó en 2005 por Millón Dollar Baby.

En 1989 estrenó cuatro películas. Hizo el drama bélico Tiempos de gloria, hasta hoy la considera la más importante, pero el gran público lo amó en Conduciendo a Miss Daisy, donde encarnaba a un chofer amable y de paciencia infinita.

“Muchos sureños decían: ‘Ay, mi abuela tenía un chofer así’, y me dije: ‘Maldición, logré que la gente sienta nostalgia de esos tiempos”. Su rol le trajo una segunda nominación al Oscar y su definitiva consagración.

En los 90 ya era parte de las ligas mayores. Filmó La hoguera de las vanidades, dirigido por Brian de Palma y con Tom Hanks, y Robin Hood, con Kevin Costner.

Con ganancias que rondan los 200 millones de dólares, a los 65 años Freeman decidió que era hora de saldar cuentas con ese joven que fue. Sacó su licencia de piloto y se dio un gustito: se compró tres jets privados.

En su vida privada esa imagen de hombre bondadoso que transmite desde la pantalla se desdibuja un poco. Estuvo casado con Jeanette Adair Bradshaw, desde el 22 de octubre de 1967 hasta el 18 de noviembre de 1979, y posteriormente se casó con Myrna Colley-Lee, el 16 de junio de 1984. La pareja se separó en diciembre de 2007 cuando el actor cumplía 70 años.

Nada muy sorprendente hasta que en medio de su segundo matrimonio se hizo público que mantenía una relación paralela con Mary Joyce Hay, un affaire aceptado por su mujer. El acuerdo era mutuo, pero saber que mantenía una relación abierta escandalizó a muchos.