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LEANDRO N. ALEM

Delia Francese, toda una vida dedicada al almacén y la atención de sus clientes

La historia de una señora alemnense que continúa detrás del mostrador del negocio, recibiendo proveedores y atendiendo el negocio que compró junto a su marido en 1965, cuando se mudaron del campo al pueblo.

Son las siete de la tarde en Leandro N. Alem y la térmica supera los 40 grados. El ambiente es pesado, un nubarrón de agua cubre al pueblo y lo oscurece; algunos vecinos ya tienen la silla en la vereda, esperan el aire fresco que calme el calor. Todo está quieto, agobiado: en la plaza, montan el escenario para el festival; en la cantina del club, algunos hombres juegan a las cartas y siguen con la mirada al auto que ahora pasa despacio y dobla en la esquina.
Sobre la calle Urizar están ubicados los dos negocios más antiguos del pueblo, con más de 50 años de existencia: Casa Romera, un polirrubro hoy atendido por los nietos de los primeros dueños, y una despensa que supo llamarse Alex, pero que desde hace ya muchos años los vecinos acostumbran llamarla “el almacén de Delia” o, simplemente, “lo de Delia”. La despensa hoy continúa siendo atendida por su misma dueña desde 1965, la persona que siempre estuvo detrás de ese mostrador: Delia Francese.
Urizar 245 es la dirección exacta. En la puerta del almacén hay una cortina con unas pocas tiras plásticas de color verde, un toldo de lona y, en los vidrios de la fachada, paletas de aluminio de las más antiguas persianas americanas. Adentro está ella, lentes grandes y rulos color claro. Tiene más de ochenta de años, casi a punto de un nuevo cambio de década, y ahora –mientras se escucha la música del servicio informativo de radio Mitre- ella escribe precios en un pedazo de papel para cobrarle a su clienta. 
“Qué mal estoy. No puedo soportar este calor. Se acaba de cortar la luz. Vayan para allá que ahora voy”, dice Delia a la periodista de Democracia.
El almacén está en la parte de adelante de su casa y está abierto a la mañana y a la tarde. Desde hace 52 años Delia Francese abre la puerta a las 8 en punto, corta para almorzar y dormir la siesta, y vuelve a abrir de 17.30 a 21.30. 
 

“¿Sonó la chicharra, nena?”, pregunta Delia, que ahora está sentada en el patio, bien al fondo de su casa, fastidiosa por el calor, mirando la enorme nube negra que cubre el cielo y corriendo de la mesa de cemento las hojas que caen de la enredadera.
La despensa cuenta con un sistema de alerta que a ella le advierte que llegó gente: la chicharra. Un dispositivo clave para que Delia, entre cliente y cliente, pueda hacer cosas en su casa como cocinar, ordenar, o lo que sea. Si no entra gente, Delia está en el living o con las plantas en el patio. Un día normal, se levanta las 6.45 y ya se prepara para abrir el negocio y recibir a los proveedores que viajan desde Junín. En 52 años, no tuvieron jamás un empleado y el almacén nunca en su historia cerró por vacaciones. 
Delia y su marido Luis vivían en el campo con su hija Alejandra hasta que un día se mudaron al pueblo, compraron la casa, con la despensa en la parte de adelante, y comenzaron a trabajarlo. Adquirieron una balanza abanico de color rojo -que aún utiliza- y una cortadora de fiambre manual marca Berkel, que también sigue usando y su nieto Juan Pablo afila de tanto en tanto. Los años transcurrieron de la casa al almacén, del almacén a la casa. Nadie concibe esta familia sin el negocio. Los días pasaban embolsando paquetes con terrones de azúcar, pidiendo a su hija Alejandra -adolescente en ese entonces- que llevara pedidos al campo en el auto, yendo Luis a trabajar y volviendo a colaborar. Cuando su marido Luis falleció, en 1997, lejos de querer cerrar, Delia siguió con más fuerza que nunca.
 

-¿Los domingos abre?
-Siempre estoy acá. Si está cerrado me tocan timbre.
 

-¿Y si tiene que ir al médico y viene un proveedor quién lo atiende?
-No puedo ir al médico si viene el proveedor- responde Delia, dejando ver que ese trabajo, esa despensa, define y gobierna sus horarios y sus vínculos. Su casa, su espacio y sus tiempos. La despensa define su historia.
 

-¿Qué es lo que más vende?
-Tengo un queso para celíacos que es muy bueno, se lleva mucho -responde Delia y mira a su nieta, María del Mar, comer queso de picada que acaba de traer del almacén.
 

-¿Y sigue fiando como antes? ¿Se ha ido gente sin pagar?
-Sigo fiando… Los que se fueron sin pagar yo sé quiénes son y pasan por la vereda de enfrente sin saludar.
Con clientes y proveedores Delia se maneja en efectivo. No utiliza cuentas bancarias ni sistema de computadora. El almacén ofrece todo tipo de productos: frutas, verduras, fiambre, quesos, arvejas, salsa, atún, lampazos, baldes, escobas, productos de higiene y limpieza, aceite, café, yerba, galletitas, mermeladas, vinos, gaseosas, sidras, condimentos, caramelos, cremas y todo lo que haga falta. La pintura de las paredes, color celeste, y las estanterías, color marrón, son una clásica postal de época, con filas de latas y botellas perfectamente alineadas. El almacén de Delia es un viaje al pasado, es un lugar detenido en el tiempo. 
 

-¿Alguna vez pensó en cerrar el negocio?
-¿Cerrar el negocio? Por favor. ¿Qué hago si cierro el negocio? Me agarra la depresión, no puedo ponerme a pintar dibujos, no puedo estar sin hacer nada. Tengo buena salud, gracias a Dios y San Expedito, voy a seguir atendiendo -responde Delia, se mira las piernas cansadas y vuelve a preguntar: “Nena, ¿sonó la chicharra?”. 
 

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