DE PUÑO Y LETRA

“Argentina a la deriva”

“Los mordaces dioses le depararon a la Argentina un territorio generoso, con cuatro estaciones bien definidas, ríos navegables, campos fértiles, una inmigración laboriosa y creativa y un clima benévolo; pero, también, un pueblo incrédulo, arrogante, menos tímido que temerario, aunque a menudo resignado a todos los manejos y a todos los pareceres, dotado además de una dócil indiferencia y algunas otras picardías y virtudes que no vienen al caso señalar porque ya son harto conocidas.
Melancólico destino ser argentino. Ante el compromiso y el esfuerzo, hemos abrazado la complacencia aniquiladora del “sálvese quien pueda”. El individualismo prevalece sobre el ciudadano. En los remotos tiempos de la independencia, Manuel Belgrano, nuestro prócer más sincero, deslizó con desconsuelo: “No vivamos en la persuasión de que jamás esto será otra cosa, quizá la abundancia es el castigo que el Todo Poderoso ha dado a este país. Sirvo a la patria sin otro objeto que el de verla constituida; ese es el premio al que yo aspiro”. 
Tal profecía, que bien podemos catalogar dentro de la aporía eleática de Aquiles y la tortuga nos esperanza en una agonía futurista imposible de alcanzar (aunque un político mediocre contradiciendo a Belgrano afirmó con frivolidad no hace mucho que “somos un país condenado al éxito”). Quizá tenga razón en algún sentido; por desgracia somos y seguiremos siendo un país de futuro, de asombroso futuro incierto, de doloroso futuro inalcanzable.
A contrapelo del mundo, orgullosos de nuestra “viveza criolla” y de nuestro insuperable individualismo, seguimos cayendo y nuestra decadencia, como la divinidad de los teólogos, o como la primavera del poema de Antonio Machado, que nadie sabe cómo ha llegado y cómo ambas están en todas partes, nos muestra que la agonía es indefinible, pero indiscutible.
Para los argentinos, a diferencia de los norteamericanos y de otros países de nuestra región, que fueron pueblos lanzados al futuro, donde toda la carrera histórica puede verse como un incesante viaje hacia la tierra prometida (que más que tierra es una suerte de sustancia evanescente llamada tiempo), el mañana ha sido –y es- un fantasma con forma esperanzada, siempre esperanzada. 
Desde hace años, que ya se miden en décadas, empezamos literalmente a asumir la dura realidad que vivimos; nuestro presente tiene cara y se llamadecadencia. Don Francisco de Quevedo, diplomado en animosidades y rencores, que vivió la decadencia de España, consumó estos versos en dos sonetos permanentes:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desvanecidos…
Y aquel otro terceto:
Nadie llore mi ruina ni mi estrago,
pues será a mis cenizas, cuando muera,
epitafio Ánibal, urna Cartago.

Quizá los sonetos de Quevedo nos den una dimensión de la decadencia, palabra de la que desconfiamos, ya que nos describe de manera muy aproximada nuestra permanente y dolorosa situación. Porque, de qué decadencia hablamos, de la de los Aqueos y los romanos, de la de Luis XV y Góngora, o de la de Boabdil y Verlaine.
Hay, no obstante, un hecho difícil de controvertir. La crisis moral y política que afecta a toda la humanidad nos salpica de alguna manera y muy fuerte. Quizá nadie se salva del naufragio universal, aunque es necesario tener en cuenta que a toda enumeración de los errores políticos se le debe añadir una salvedad: esos errores, se ven magnificados hoy por los medios de comunicación y exacerbados por las pasiones militantes, y revelan vicios y fallas inherentes a las democracias plutocráticas, signadas, sin excepción por debilidades intrínsecas. Vemos así, con preocupación, que el poderío económico, militar, científico y técnico no se detiene y cada día se acrecienta más, pero no en beneficio de las mayorías, sino en el de pequeños grupos poderosos económicamente.
Por otro lado, las pequeñas burguesías cultas e informadas y las élites políticas cada vez quedan más aisladas de la clase media rasa y del proletariado industrial. Una prueba es los Estados Unidos donde el altanero magnate Donald Trump rompió las reglas para darles voz y representarlos aun en sus impulsos y prejuicios más extremos, y por lo visto gobernará con la incorrección más salvaje. 
Esa fórmula del éxito hace pensar mucho a los exitistas argentinos, albergados en el peronismo, que cavilan si en la próxima reencarnación, con el debido oportunismo, no deberían imitarlo.
Algo de eso está ocurriendo de este lado del Océano. En nuestra decadente Argentina donde la coaliciónCambiemos, integrada por el radicalismo y los jóvenes ejecutivos del Pro, ganaron una elección y aún aspiran gobernar al país como si fuera una empresa que fabrica y comercializa galletitas. A pesar de haber creado el ridículo “Ministerio de la Modernidad” (y elevado a 23 la cantidad de ministerios, lo cual hizo que en lugar de achicar el Estado, lo agrandaran; junto al exceso de funcionarios que eso implica), cada día se llevan por delante una pared. 
Observamos entonces que el inexperto presidente Mauricio Macri (buen conocedor de fútbol y budismo zen) no tiene un banal problema de comunicación, sino que enfrenta algo más grave, complejo y profundo. Tiene, nos parece, un gravísimo problema político que amenaza con destruir su base de gobierno en un año electoral. Toma medidas incorrectas todo el tiempo y todo el tiempo da marcha atrás.
Al parecer, Macri no terminar de entender cuáles son los códigos de la política y cómo se mueven ciertos perversos sectores de la oposición, que le sacan provecho. Esa situación hace, entre otras cosas, que la altísima presión fiscal, no corregida sino, por el contrario, empeorada, siga haciendo de la Argentina un país inviable. Los problemas vienen de lejos, es cierto, y no nos olvidamos de la crisis terminal en la que el kirchnerismo sumió al país y la pesada carga que dejó a este gobierno.
No queremos –ni es el propósito de esta reseña- señalarles a los peritos en comunicación del Gobierno qué deberían haber hecho para evitar el denominado “Correogate”. Aunque no tenemos duda que evaluaron definitivamente mal. Añejo asunto de nuestra dirigencia que suele ser adicta a una frivolidad trágica que intenta ser justificada en su desprecio por el pueblo, al que pretenden engañar con relatos fantasiosos ajenos a toda verdad. Esa “partidocracia”, menos ingenua que maliciosa, tiene historicidad en la decrépita Unión Cívica Radical y en los apolillados apotegmas del primer Perón.
Pero volvamos al concepto inicial. La decadencia argentina hoy se manifiesta en todas sus formas posibles y nadie tiene la más remota idea de cómo detenerla. Empezando por el Estado, hay que reformular todo y para hacerlo se necesita de un consenso general; las cosas no pasan por un ajuste, sino por un crecimiento genuino. 
Como una embarcación que ha roto su timón, se ejercen ahora, desde el Gobierno, una suerte de populismo menos refinado que arrogante, que deja al país a la deriva. Cada día podemos ser más subdesarrollados y caer en un infinito espacio que no tiene fondo.
En un viaje reciente a los Estados Unidos me sorprendió ver la abundancia de revistas y libros dedicados al caso de la decadencia norteamericana. Estas publicaciones satisfacen la tendencia de ese pueblo a la autocrítica y –hasta nos atrevemos a decir- la autoflagelación; sabemos, por otro lado, que también forman parte de la industria de la publicidad, que entremezcla la promoción, el culto a la moda y la pretendida literatura.
Como un reflejo, esa especulación dialéctica también ha invadido nuestras librerías. Casi todas las editoriales se han volcado a la publicación de ese tipo best-sellers. Ojalá esto sea favorable y esta avidez sombría nos haga tomar conciencia, ya que todo resurgir empieza con una toma de conciencia. La introspección no es mala, puede ser el preámbulo de la acción. 
Sin embargo, hasta ahora, toda la dirigencia -y en especial la política- han demostrado ser inconducentes para sacar al país de la crisis y terminar con la decadencia.
Más allá de cualquier forma de pesimismo, o más acá del concepto situacionista de “navegar a la deriva”, tenemos la casi seguridad de que estas opiniones no influirán para hacer que la Argentina actual, carente de todo derrotero, detenga su irreversible descenso kafkiano y siga flotando de ningún lado hacia ninguna parte”.

(•) Escritor y 
periodista nacido en General Pinto. 
Fue amanuense de Jorge Luis Borges