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DE PUÑO Y LETRA

"El nefasto individualismo"

(•) Escribe Roberto Francisco Alifano -


Modificar de manera sutil o definitiva el pasado es quizá el único milagro que las religiones le tienen prohibido a Dios y que nuestros políticos e intelectuales ejecutan alegremente. Más allá de cualquier género, con otro propósito, es una de las tareas obligadas de la literatura, a la que adhieren nuestros incómodos historiadores, en especial los de la llamada “corriente revisionista”. Esos empeñosos cultores del pasado dan por hechos o rechazan hechos representativos que simbólicamente pueden ser verdaderos aunque históricamente no puedan serlo. De ambas maneras cumplen esa labor transitando dos senderos: el primero es la imaginación verosímil de patéticos pormenores circunstanciales; el segundo es la menos imaginativa que bucólica suposición de que en su momento ciertos personajes serán las guías del porvenir.
En las páginas de nuestros folklóricos revisionistas, el tirano Rosas y sus mazorqueros y, más cercanos a nuestro tiempo, el caudillo Perón, aparecen como grandes benefactores de la humanidad.
Siguiendo esa línea de pensamiento individualista, la actitud de todos los gobiernos autoritarios tiene como fin modificar la historia, favoreciendo las ideas que intentan imponer los caudillos de turno. Pero no está en el propósito de este comentario detenernos en esta discusión.
A mediados del siglo XX, con el título Nuestro pobre individualismo, Borges llamaba la atención sobre algunos rasgos distintivos de “los argentinos” y golpeaba con un directo a la mandíbula a tales imposturas. Empezaba quejándose del abominable patrioterismo:
“Aquí, los nacionalistas pululan; los mueve, según ellos, el atendible o inocente propósito de fomentar los mejores rasgos de los argentinos”. También ponía cierto énfasis sobre algunas ásperas discusiones, irritantes para los nacionalistas y decía, entre otras cosas, que “los argentinos somos individuos antes que ciudadanos y que sólo concebimos las relaciones personales”.
Agregaba que el Estado nos resulta una abstracción poco menos que incomprensible. Obviamente que nuestro máximo escritor no contaba por aquel entonces (el texto de Borges data de 1946) con la presencia de los medios de comunicación capaces de dispensar explicaciones para todo y cualquier cosa, desde los hechos más nimios a los más complejos; incluso para aquellos que no buscan explicaciones, y siempre las encuentran (“¡Caa-ram-ba, si las encuentran!”, habría exclamado el asombrado Borges con una expresión muy propia).
Esas pretendidas explicaciones no sólo las ofrecen de modo superficial ciertos periodistas de turno, sino que se hace extensiva a las divas de la televisión, convertidas en frívolas sentenciadoras de la realidad política, y hasta en los programas de diversión donde las contorsiones superan a la sensatez y al buen decir.
Pero como ahora la realidad de la Argentina parece montada en esos denigrantes programas, que hasta califican a los políticos para presidir el país. Ya nada sorprende a ese sector de consumidores de clase media que golpea cacerolas cuando le tocan el órgano más sensible, llámese “bolsillo”.
De todas maneras, casi no es necesario decir que esos medios que les hablan en grageas y con palabras esdrujuladas y soeces son casi sagrados y construyen un modus operandi capaz de exaltar las abstracciones o las abyecciones más incalificables.
Como, por ejemplo, que el Estado, que es para Hegel la realidad de la idea moral, sea algo incomprensible para el hombre corriente, que lo considera –y esto sí con justa razón- el socio mayoritario de todos sus bienes y lo esquilma despiadadamente con altísimos impuestos destinados a mantener impúdicas burocracias y a consolidar las arcas de las corruptas corporaciones que lo rodean.
Esta actitud puede atribuirse a la circunstancia de que, en la Argentina, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción. Pero, lo cierto, sin vuelta de hoja, es que –cada vez más- el hombre argentino es un individuo, no un ciudadano.
De tal forma, aforismos como el del ya citado Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” nos parecen bromas siniestras y de muy mal gusto.
“Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía –escribe Borges-; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese “héroe” es un incomprensible canalla.
Siente, con don Quijote, que “allá se lo haya cada uno con su pecado” y que “no es bien que los hombre honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (Quijote, I, XXII).
Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España, esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme del error; son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad.
Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina –se sigue explayando Borges-: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.”
Uno de los más urgentes problemas que nos aquejan a los argentinos (ya puesto en tela de juicio con profética lucidez en el siglo XIX por Herbert Spencer) es la recomposición de nuestro paralítico y caótico Estado, convertido en una presencia abrumadora durante los doce años del anterior gobierno, con su relato atronador, persistente y sostenido sobre la base indiscriminada de subsidios a pobres y ricos.
Dicha superpotencia nacional nos llevó con la dictadura militar al espantoso “terrorismo de Estado” y, años después, con el kirchnerismo, a la impune “rapiña de Estado”. En la lucha contra esos males, cuyos nombres son populismo y fascismo, se da una práctica y una aceptación individualista que acepta ambos autoritarismos bajo el sometimiento de una corporación o mafia, apoyada por ciertos sectores del llamado “periodismo militante”, generosamente financiado, que se encarga de la alabanza del jefe de turno.
Pero sigamos con nuestro asunto y saltemos a otra no menos esclarecedora lectura de Borges. En su relato “Utopía de un hombre que está cansado” ampliando muchos años después su idea sobre el enojoso Estado, la política y los políticos, agrega otros conceptos menos hirientes que desmoralizadores:
“Se empieza por la idea de que el Estado debe dirigir todo; que es mejor que haya una corporación que dirija las cosas, y no que todo ‘quede abandonado al caos, o a circunstancias individuales’; y se llega al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea empieza siendo una hermosa posibilidad, y luego, bueno, cuando envejece es usada para la tiranía, para la opresión”.
Eudoro Acevedo, el personaje de su fábula, concluye esperanzado hablando con el hombre del porvenir: “Sin por ello dejar de ser optimista, pensando que algún día esos Estados ya no existirán más.”
Luego se pregunta en el mismo diálogo: “¿Qué sucedió con los gobiernos? Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies.
Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen”. Vano deseo. Los políticos, en nuestro caso, están en su plenitud, conjurados entre ellos y de acuerdo con otras corporaciones, y con un pueblo resignado que los vota, los legitima y pasa a ser un mero rehén de sus propósitos sectoriales.
Sigue raleando una conciencia colectiva que esté dispuesta a exigir a su dirigencia un cambio de los usos y no el maquillaje de algunos abusos. “Nuestro pobre individualismo”, por ahora no lo admite. ¡Qué pena! En alguna remota época se decía que la Argentina era un país “tocado por el dedo de Dios”, o “condenado al éxito”, como sentenció un político futurista.
Seguimos practicando la pedestre entropía de la vaca empantanada, que dando corcovos se hunde más en lodazal. Es lícito y deseable discutir los cambios, el cómo y el por qué y la oportunidad, pero ya no se puede, como antes, dictaminar desde la riqueza la dirección de los cambios. La política debe volver a su lugar; hay un gobierno democrático y republicano y estamos esperanzados en que al menos lo intente.
El presidente Mauricio Macri no ha demostrado todavía que sus terapias puedan ser exitosas y que el aparato dañado y esquilmado por la administración anterior empiece a funcionar de manera equitativa.
El estancamiento es un laberinto lleno de dudas y de números negros.
Una cosa son los prejuicios de la mala fe y otra es la realidad crítica por la que tomamos parte. En lo personal sigo creyendo que sólo un consejo de notables, que propicie la “unidad nacional”, ajeno a cualquier forma de individualismo, podría, al menos, ponernos en la huella; lo demás, el tiempo lo decidirá. Aunque quizá es mucho pedirle a la dirigencia actual.
Sin extenderme más sugiero a mi lector releer esos dos textos de nuestro escritor. Sin duda encontrará allí no sólo el hedonismo que ofrece su literatura, sino también algunas claves para entender nuestra compleja idiosincrasia.


- (•) Escritor y periodista nacido en General Pinto. Fue amanuense de Jorge Luis Borges -

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