María Cecilia Perrín nació en Punta Alta, provincia de Buenos Aires, el 22 de febrero de 1957, hija de Angelita y Manolo Perrín. Fue bautizada en la parroquia de María Auxiliadora el 27 de febrero de 1957, siendo la tercera de cinco hermanos: María Inés y Jorge, los mayores; Eduardo y Teresa, los menores.
El ámbito familiar en el cual se desenvuelve su vida es de profundas raíces católicas. Familia abierta al Espíritu Santo, caló muy profundo en el seno de esta la espiritualidad de la italiana Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, al cual pertenece la Mariápolis Lía de la localidad de O´Higgins.
En Cecilia existía la inquietud de interesarse por los demás. Por eso, a la hora de la siesta solía asomarse a la ventana para ver pasar a las personas, las observaba y dentro de ella se preguntaba quiénes serían, qué realidad de vida habría detrás de cada una de ellas.
A sus 13 años conoció el Movimiento de los Focolares, fundado por Chiara Lubich en 1943, al que Cecilia arrastraría más tarde a toda su familia. Esta familia fue una de las primeras que se adhirieron al movimiento en Punta Alta.
Cecilia, más tarde, pudo ir a la universidad, donde empezó tres carreras -Bioquímica, Historia y Filosofía-, pero no acabó ninguna. Luego, trabajó en el Instituto Canossiano dando clases de religión; era una de las profesoras más jóvenes. Y el 20 de mayo de 1983, luego de dos años de noviazgo, Cecilia contrajo matrimonio con Luis Buide. Seis meses después de la boda, quedó embarazada.
El diagnóstico
A los tres o cuatro meses de embarazo, a Cecilia le salió una pequeña llaguita en la lengua, comenzando así días de muchas consultas, análisis y tratamientos. Pero estos resultaban algo complicados por su estado. Así, luego de varios estudios, se le diagnosticó un cáncer irreversible. No obstante, había una gran alegría por la ilusión de la nueva vida que llegaría. Los médicos consideraron realizar un “aborto terapéutico” para poder salvar la vida de Cecilia, pero ella se negó rotundamente a ello por su férrea convicción cristiana.
A pesar de la enfermedad, vivían con ilusión la llegada del bebé, cuya vida trataban siempre de proteger, conscientes de que, pasase lo que pasase, todo era amor de Dios.
La enfermedad seguía avanzando y era necesario aumentar la radiación, por lo que se decidió adelantar el nacimiento del bebé mediante cesárea. Nació una niña, María Agustina, pero con alguna complicación respiratoria, por lo que debió permanecer varios días en la incubadora.
Sabiendo que era imposible su supervivencia luego de dar a luz; Cecilia se pronunció con serenidad y claridad a Dios. Por eso, tomó la firme decisión de aceptar su voluntad y se apoyó en cuatro pilares: su profunda Fe, su amor a “Jesús Abandonado”, el afecto de su esposo, familiares y amigos y la fuerza de la unidad con quienes compartía su ideal de vida.
Cuando la niña tenía ya cuatro meses, madre e hija se fueron a su casa. Cecilia, viendo a la niña, no cesaba de repetir: “Es un regalo que Jesús nos hizo”. Bañarla, cambiarla, la llenaba de satisfacción. Durante todo el tiempo disponible disfrutaba de ella, de la “gorda” (como la llamaba).
“Hoy le pude decir a Jesús que sí. Que creo en su amor más allá de todo y que todo es amor de él. Que me entrego a él”, escribió Cecilia en uno de sus cuadernos.
En otras de sus cartas que les ofreció a sus alumnos hacia fines de 1984 relataba: “Ahora que se van, quiero darles algo de lo que estoy viviendo. Muchas veces hemos hablado de que Dios es amor. Ahora les puedo decir que es la experiencia más profunda que vivo. La situación es difícil, pero no saben lo que es abandonarse a él y decirle 'vos, actuá'.
Esta es tu voluntad, manifiéstate como tú lo quieras. Él cubre todo, todo. Su amor se hace sentir, pero sentir de veras. Es como que el corazón estalla”, y continúa: “Parece una locura porque no se puede entender: sufrir el dolor físico y experimentar que, más allá de ese gran dolor, te invade una felicidad que no se te va. Yo siento que en el dolor uno se desprende de todo y se queda con lo íntimo de uno mismo, y en esta intimidad está Dios y él es amor. Entonces, si lo descubres y lo aceptas, él te invade, te toma”.
En esa misma línea, les expresó: “Saben que el cáncer es una enfermedad mortal, yo les puedo asegurar que para mí es algo que me da la vida, que me hizo ver cómo es espléndido vivirla como Dios la va mostrando. Vieron cómo es Jesús, se sirve de caminos tan raros para llegar a uno…”.
En los últimos dos meses de Cecilia su aspecto físico estaba muy desfigurado. Por eso no quería que la vieran, pues deseaba que la recordasen bien.“Hoy pensaba que había vivido hasta ese momento sabiendo sí que la vida es limitada, pero actuaba como si no tuviera límites, como si fuera eterna, desperdiciando tantos momentos que, si no hubiese sido por la enfermedad, jamás los hubiera vivido”, manifestó en una de sus cartas.
El 1 de marzo de 1985, María Cecilia Perrín de Buide falleció a la edad de 28 años. Sus restos mortales descansan en la Mariápolis Lía por expreso pedido de ella para que, aquellos que la fueran a ver, encontraran un lugar de alegría y esperanza y no de muerte y desolación.
Su fama de santidad, su heroicidad en la entrega y su ejemplo de vida cristiana fueron escuchadas y concedidas, y han hecho que se comience su causa de beatificación en noviembre del año 2005. El proceso diocesano se encuentra en una etapa avanzada. También para su padre, “Monolo” Perrín, fallecido algunos años después.
Sobre su tumba se lee una frase de ella dirigida a Jesús: “Tus caminos son una locura, rompen mi humanidad, pero son los únicos que quiero recorrer”. Así, la Iglesia católica la declaró con el título de sierva de Dios.
Homenaje
En el día de ayer, en la Mariápolis Lía se llevó a cabo un homenaje a Cecilia. Allí, se presentó un libro en reconocimiento a su historia,“El amor me hizo valiente. Historia de Cecilia Perrín de Buide”, de Adriana Andino. En un emotivo acto, estuvieron presentes familiares, amigos y conocidos de Cecilia.
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