Son las siete de la mañana de otro día frío y ventoso de invierno en Arenales, de esos que congelan las manos y agrietan la piel. Belén despierta a Naiara, su única hija de diez años, y le pide –como cada vez- que no se demore. Naiara se levanta entusiasmada y busca en el placard prendas de colores que combinen entre sí. Es indecisa, no sabe qué pullover elegir y su mamá insiste con que debe apurarse, porque ya es tarde. En pocos minutos, a las ocho menos cuarto, Daiana Ramiro, su maestra de grado, la pasará a buscar por la tranquera del campo para llevarla a la escuela.
Naiara es hija de Domingo Pared (33) y de Belén Córdoba (27). Desde hace tres años sus padres trabajan como caseros en el campo de Jorge Magdaleno, ubicado en el desvío kilómetro 95, a pocos kilómetros del Paraje El Chingolo del partido de General Arenales. Todos sus días los pasan allí, van al pueblo apenas dos veces por mes. Antes de llegar a este lugar, trabajaron en una estancia de la provincia de San Luis y, luego, en una de Fortín Acha, localidad de Leandro N. Alem en la que Naiara cursó sus primeros años de primaria en una escuelita rural.
La vida en el campo
El desvío kilómetro 95 de Arenales es una zona de campos. Está ubicado a unos 15 kilómetros del pueblo y casi en el límite con el sur de Santa Fe. Es un típico paisaje de pampa húmeda: caminos de tierra, alambrados, tranqueras, zonas sembradas y vacas sobre enormes parcelas de pastura. Allí, el horizonte es una línea perfectamente recta. Unos cinco kilómetros campo adentro está el Paraje El Chingolo, donde viven hoy tan solo siete personas y donde está ubicada la EP Nº 19, Carlos María de Alvear. Naiara hoy es la única niña que habita la zona y la única que asiste todos los días a esa escuelita rural.
Durante las últimas décadas, el éxodo del campo a la ciudad se vivió de manera pronunciada. Los censos del distrito de Arenales indican que en 1991, se contaba con una población rural de 2519 habitantes; en 2001, 1577 habitantes y en 2010, 826 habitantes. Cada vez más familias buscan otras condiciones de vida en el pueblo y dejan sus puestos en el campo; en los últimos años tres años hubo 7, 6 y 4 chicos en la escuela de la zona, pero hoy queda solo una alumna: Naiara. Junto a Daiana, su joven maestra de 26 años, mantienen con vida una escuela con más de un siglo de historia.
Los días que sus padres no la pueden arrimar en la camioneta, Daiana busca a Naiara por la tranquera del campo en su auto y siguen hasta la escuela. La jornada se extiende de 8 a 12 y trabajan juntas en todas las materias: matemática, prácticas del lenguaje, ciencias naturales, ciencias sociales, efemérides y educación física. Naiara cuenta que su asignatura preferida es efemérides y que prefiere hacer cuentas antes que leer.
Esfuerzo y dedicación
En 2014, con 23 años, Daiana Ramiro se recibió de maestra y su primer trabajo como docente fue en esta escuela rural, la escuela Nº 19 de Paraje El Chingolo. Allí tuvo el desafío no sólo de dar clases a alumnos de distintas edades en un mismo curso –lo que se conoce como plurigrado, habitual en este tipo de escuelas- sino de hacerse cargo de la dirección del establecimiento. Hoy enfrenta, tal vez, el reto de dar clases a una sola nena en el medio del campo.
Cada día, Daiana hace 10 kilómetros de ruta y otros diez kilómetros de tierra –solo de ida- para llegar al colegio. Lleva agua potable en bidones desde su casa y una garrafa para la cocina. “Es mucho el esfuerzo, pero también es mucha la satisfacción de ser parte de este tipo de educación”, dice Daiana, y agrega “en el campo los inviernos se sienten más, son crueles. Cuando llego la escuela está cerrada y fría, prendo la estufa eléctrica y hago un desayuno para Naiara y para mí, para calentar el cuerpo; en la escuela urbana, donde trabajo en el turno tarde, estas cosas no pasan, al llegar el salón está calentito y los días que llueve es un día más, no se complica para llegar”.
El contraste de ambos tipos de educación se nota. Daiana destaca que el entusiasmo es claramente distinto: “La única persona ajena a su familia que ve Naiara soy yo, ella cada día está expectante por las actividades que vamos a hacer, le gusta ir a clases, dibujar… Es una excelente alumna y con asistencia perfecta”.
Hace unos pocos días, Daiana se contactó con la mamá de uno de los chicos que egresó el año pasado de la EP Nº 19, y que hoy se encuentra cursando la secundaria en Arenales. “Me dijo que se había sacado 10 en las pruebas, eso a mí me llena de orgullo, yo quiero que egresen de esta escuela con las herramientas necesarias para la vida, para que tengan capacidad de asombro, que tengan preguntas e inquietudes. Esas son mis expectativas”, rememora orgullosa la maestra rural.
El padre y los tíos de Daiana hicieron la primaria en esta misma escuela, hace más de 40 años, y hoy ella destaca la importancia que tiene el lugar, no solo por su experiencia como docente, sino también por su historia personal. “Mi papá, mis tíos, y muchos conocidos de su edad se ponen contentos al saber que la escuela sigue abierta y que está linda, cada primavera ponemos plantas nuevas, vienen los empleados municipales a cortar el pasto y hace dos años la pintamos”, dice con una sonrisa en su rostro.
La infancia en soledad
“Naiara está acostumbrada a estar sola, ella siempre estuvo sola”, cuenta Belén, su mamá. “A principio de año me dijo ‘vamos a estar solas, seño’, pero lo lleva muy bien, es muy tranquila”, asegura la maestra. Alejada de internet y las nuevas tecnologías, Naiara es una nena que atraviesa su infancia en soledad. Los días fríos aprovecha las horas de sol jugando con sus perros, acompaña al padre a arrear las vacas o hace una torta de naranja a la tarde con su mamá. El año que viene, cuando egrese en la escuelita rural, va a prepararse para empezar la secundaria en el pueblo. Lo que más le gusta: los animales. Un deseo para cuando sea grande: ser veterinaria.
Lejos de todo, en el interior del país, en casas de campo que resisten al paso del tiempo, donde el viento castiga la piel y el silencio de la tarde entristece, hay historias de vida. Hay historias de esfuerzo allí, donde todo es poco, pero igual alcanza.
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