ESTO QUE PASA | ANÁLISIS POLÍTICO DE LA SEMANA

La distancia entre Watergate y Balcarce 50

Hay una poderosa verdad en la casi completa resignación con la que una parte gruesa de la sociedad argentina convive con el (por así llamarlo) “caso Oyarbide”. Cuando una comunidad pierde la capacidad de asombro, las mayores impunidades se perpetúan sin cesar. Juez federal de la Nación, Norberto Oyarbide es mucho más que ese abogado entrerriano de 63 años convertido en el magistrado más notorio de la Argentina. Notorio pero no prestigioso, temido pero no respetado, ha sido “el” juez que hizo de su vida un paradigma de frivolidad, relativismo moral y uso descarnado del poder permanente. Porque ha sido un agente eficaz del poder, Oyarbide ha conseguido perpetuarse y, sobre todo, blindarse para emerger siempre inmune tras los colosales escándalos que lo han tenido como protagonista voluntarioso. Es como si nada hubiera podido dañarlo, tras infinidad de imputaciones, revelaciones y denuncias.

JUEZ Y PODER


Su nombre aparece asociado, en infinitos archivos periodísticos, a vocablos escabrosos y formalmente letales. Al margen de las fehacientes y (al menos en la Argentina) siempre ambiguas verdades judiciales, Oyarbide es asociado con coimas, prostitución, extorsión y manipulación desorbitada de su efectiva influencia en el poder.
Esa influencia ha superado todo lo imaginable desde 2003 a la fecha. Implacable en su eficacia para pactar y operar desde y con lo que conviene, el kirchnerismo se ha valido de Oyarbide con muy buen provecho. Oyarbide, connubio ideal para esa alianza, hizo otro tanto; nunca le fue mejor.
Lo que se ha venido revelando esta semana es impresionante, porque por primera vez se ha acreditado el lazo de Oyarbide con el hombre menos conocido y más fuerte del círculo minúsculo en el que se mueve Cristina Kirchner.
Al detener un allanamiento por interposición directa de la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación, Oyarbide podría haber cruzado una frontera irreversible. Aparecer como marioneta de Carlos Alberto Zannini no es un evento menor.
Tampoco lo es el hecho de que, al salpicar gruesamente al único sujeto que permanece atornillado sin paréntesis en la Casa Rosada desde el 25 de mayo de 2003, Oyarbide pone en el campo de batalla su herramienta más letal y devastadora.

SIN INGENUIDAD

Al proclamar sin ingenuidad que por órdenes de la Casa Rosada paró un procedimiento policial derivado de una causa por lavado de dinero, el juez dispara un argumento temible y configura una situación dramática. Está diciendo, de la manera más cruda y ostensible, que su vínculo con el Santo Grial del poder kirchnerista es explícito y funcional.
También expresa que, como en los filmes de acción violenta, si a él le tocara caer, no se iría solo. Su capacidad de daño es hoy directamente proporcional a los servicios que durante años ha prestado a los ocupantes de la residencia presidencial de Olivos.
No es un dato menor que el grupo oficialista del Consejo de la Magistratura haya logrado postergar más de una semana las acciones iniciales para investigar la conducta, en todo caso sospechosa, de Oyarbide. Guardia judicial de ritmo pretoriano, la burocracia judicial armada por el Gobierno es magistral a la hora de producir obstáculos y ejecutar procastinaciones interminables. El episodio argentino puede parecer menor, pero Watergate también inicialmente fue en los Estados Unidos una apostilla policial de poca monta hasta que el periodismo encontró las huellas de Richard Nixon en un robo irrelevante.

PRENSA Y PODER


En el edificio Watergate de Washington DC, donde funcionaba el Comité Nacional del entonces opositor Partido Demócrata, se produjo en la madrugada del 17 de junio de 1972 un extraño episodio, cuando la policía detuvo a cinco hombres que habían intrusado la oficina demócrata. Los cinco detenidos trabajaban para la CIA y eran dirigidos por un tal James McCord, director de seguridad del “Comité para la reelección de Nixon”, empleado del FBI y de la CIA, donde estaba a cargo de la seguridad física de la sede central de Langley.
La primera crónica de The Washington Post se publicó el domingo 18 de junio de 1972 (Alfred E. Lewis, “5 Held in Plot to Bug Democrats’ Office Here”.). Dos años más tarde, el 8 de agosto de 1974, Nixon presentó su dimisión a la presidencia de los Estados Unidos. En esos casi 26 meses, The Washington Post, el diario que reportó el incidente inicial, siguió la historia, la profundizó e investigó, y fue revelando paso a paso el escándalo de las mentiras de Nixon. Lo que empezó como un aparentemente inocuo asunto de crónica menor, derivó en la decapitación del Poder Ejecutivo de la mayor potencia del planeta.
Nunca se sabe por quién suenan las campanas y en qué punto una cuestión visiblemente irrelevante en principio, deriva en un cataclismo político al final. La Argentina, como es evidente, no es Estados Unidos, Cristina Kirchner no es Richard Nixon y el Washington Post de esos años setenta no parece tener hoy émulos en el periodismo de este país. Pero conviene seguir de cerca evoluciones de la crónica doméstica porque en el curso de ellas un detalle breve podría tener la potencia dormida de producir asombrosos desarrollos ulteriores.
Lo que en los Estados Unidos no se permitió fue que una alevosa mentira presidencial pudiera zafar de la investigación periodística y luego judicial. Insidioso, dañino, fantasioso y ególatra, Nixon fue durante años un político demasiado sinuoso. No en vano lo llamaban “Tricky Dicky” (Ricardito el tramposo).
Pero lo de Watergate fue imparable. La Casa Blanca había dejado allí todas las huellas de sus dedos, impresas en un hecho policial. Esas huellas llegaron al final hasta el Salón Oval y, al final del día, el presidente Nixon tuvo que hacer las valijas. Murió, veintidós años después, el 22 de abril de 1994, a los 81 años.
En la Argentina, Guillermo Greppi se hizo famoso esta semana cuando Oyarbide suspendió el allanamiento de su compañía financiera Propyme, tras recibir una orden taxativa de la Presidencia de la Nación. Cuando la policía iniciaba el allanamiento por orden judicial, Greppi se comunicó con su amigo Carlos E. Liuzzi para que el operativo se cancelara. ¿Quién es este Dr. Liuzzi? Como subsecretario técnico, es segundo del secretario Legal y Técnico de Cristina, Carlos A. Zannini.
Este funcionario de Zannini es un abogado de 57 años, cuya primera esposa es prima de la esposa de su jefe, Patricia Alzúa. Liuzzi entró al Estado con los Kirchner, en 2003, a cargo de la Comisión Fiscalizadora de la AFIP, admitiendo tener entonces bienes por casi 190 mil pesos. Esa riqueza sería blanqueada en 2012 en un total 7.2 millones de pesos, más del 3.800% de aumento en nueve años. Oyarbide ya había sobreseído a Liuzzi por enriquecimiento ilícito el año pasado, una causa que él cerró sin que el fiscal apelara ante el juez.

APARENTES PEQUEÑECES

Para el ex fiscal y hoy diputado nacional Manuel Garrido (UCR, capital) el hecho reveló una prueba firme de “la relación amistosa” de Oyarbide con Liuzzi, y por eso pidió que se revise la actuación del juez en la causa que cerró contra el subsecretario, oportunamente investigado por negociaciones incompatibles con el ejercicio de la función pública y enriquecimiento ilícito, figuras delictivas cabalmente tipificadas. Fue diciembre de 2012 que Oyarbide sobreseyó a Liuzzi en una causa abierta tras una denuncia de Ricardo Monner Sans, a raíz de ese colosal aumento de la riqueza de Liuzzi.
Lo que pide Garrido podría ser canalizado a través de la Comisión de Acusación del Consejo de la Magistratura, que postergo hasta 20 de marzo el tratamiento de la conducta de Oyarbide en el operativo a la financiera. Como recuerda Garrido, “Oyarbide nos acostumbró a cerrar causas de enriquecimiento ilícito en tiempo récord. Con Liuzzi pasó lo mismo y ahora él reconoce que tenía una relación personal, al extremo de atenderle el teléfono y confiar a ciegas, sin chequear lo que dice. Como es probable que haya pasado lo mismo que con la llamada telefónica, pedimos que se revise qué pasó en esa causa”.
Todo parecería hasta aquí una sucesión de minucias, astracanadas menores, transgresiones con mucho de picardía criolla, a las que la Argentina está tan habituada, que a nadie sorprenden, en un país justamente descripto por Carlos S. Nino como “al margen de ley. “Parece”, pero podría ser otra cosa, más tangible.
Lo concreto es que el hasta hoy inoxidable Oyarbide embarró feamente a Zannini, supremo sacerdote de la cofradía presidencial. Puede desvanecerse esta trampa, dada la prontitud oficial para borrar huellas, pero bien podría no suceder.
Lo que impresiona, empero, es que episodios de esta gravedad, demostrativos de la colusión casi procaz entre la justicia federal y la Casa Rosada, permanezcan cubiertos por una impunidad realmente existente. 

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