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LA COLUMNA INTERNACIONAL

Buen comienzo, amplia expectativa

Al menos desde la perspectiva de la simbología, la Iglesia Católica logró despertar expectativas positivas en todo el planeta con la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio como nuevo Papa. Obviamente, nada está hecho y todo está por hacerse. Sin embargo, quebrar el eurocentrismo que dominó a la institución a lo largo de toda su vida organizada es un hecho casi revolucionario.
Pero, además, hacer recaer la designación en el cardenal Bergoglio indica,  que al menos algunos de los problemas que fieles e infieles identifican serán abordados. El mensaje, pues, de la renuncia de Benedicto XVI fue recogido.
Transparencia será uno de los criterios que se intentará imponer durante el nuevo papado de Francisco. Tranparencia en el manejo financiero y transparencia en la cuestión de los escándalos de pedofilia.
Otro concepto que genera expectativas es austeridad. El mundo sabe hoy que Bergoglio viajaba en transporte público, que no viajaba con comitivas, que es frugal hasta el extremo y que, de acá en más, el brillo y el boato no formarán parte de la cotidianeidad de la jerarquía eclesiástica radicada en el Vaticano.
Un tercer elemento sobre el que se deposita esperanzas es el acercamiento de la Iglesia a la gente. En particular, a quienes sufren la pobreza o la indigencia. Pero también, las expectativas se abren en materia de ecumenismo. Diálogo, consenso, acuerdo no resultan palabras extrañas en tal sentido.
Por último, firmeza. Los antecedentes de Francisco despiertan una confianza inicial en cuanto a su personalidad como un hombre que elige un camino y lo transita con determinación.
Desde la elección del nombre hasta la inclinación y el pedido de un rezo por él. Desde la sencillez del atuendo hasta las formas del desplazamiento hasta la Iglesia de Santa María la Maggiore. Desde el recuerdo para Benedicto XVI hasta la mención de su origen en “el fin del mundo”. Francisco dio sobradas muestras de un estilo necesario para encarar reformas. Y demostró que la comunicación no le es extraña. Que le asigna importancia.
Todo comenzó bien. Veremos cómo sigue.

Los problemas, uno

La identificación de los problemas de la Iglesia Católica es casi una cuestión personal. Cada uno de los creyentes o los no creyentes habla sobre el tema desde su propia óptica. Así, los reclamos se acumulan.
A riesgo de caer en la arbitrariedad, los problemas pueden separarse en tres grandes rubros. Están aquellos que la Iglesia debería solucionar por no decir desterrar. Están aquellos que surgen de una falta de “aggiornamiento” con los tiempos que corren.  Por último están aquellos que la Iglesia no identifica como tales sino que, por el contrario, los enarbola como virtudes y no está dispuesta a ceder.
Comencemos por los últimos.
La Iglesia no acepta discutir dentro de su seno cuestiones tales como el aborto o el matrimonio entre personas de un mismo sexo. Y, probablemente, jamás aceptará ni lo uno, ni lo otro.
¿Es por ello retrógrada? Calificarla como tal debido a su toma de posición frente a la cuestión implica una simplificación propia de una discusión de café.
Cierto, el aborto, la formación de parejas de un mismo sexo y el divorcio existen y existirán siempre. Para legalizarlos está el derecho positivo. Es decir, el derecho nacional, estatal, de cada país. Y el fundamento de ese derecho nacional y estatal es, o al menos debiera ser, la garantía de la libertad individual.
Y, afortunadamente, desde la revolución francesa de 1789 en adelante, el derecho positivo se separó del derecho eclesiástico o divino. Por tanto, si resulta válido reclamar el reconocimiento del derecho al aborto, al matrimonio homosexual o al divorcio en la esfera del derecho positivo, no lo es desde el derecho divino tal como lo interpreta la Iglesia Católica. La separación entre Iglesia y Estado es, sin duda, uno de los mayores logros de la civilización occidental.
Lo uno no conlleva lo otro. El plano de la libertad individual no debe mezclarse con el plano de la conciencia.
A la Iglesia Católica le sobran argumentos para defender su posición. Contrapone a quienes defienden el derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo, el derecho a la vida de quienes son concebidos. Contrapone a quienes postulan el matrimonio homosexual o el divorcio, la sacralidad -de sacramento- del matrimonio entendido como la unión vitalicia entre un hombre y una mujer.
Argumentos que no tienen por qué mutar pero que no tienen tampoco por qué ser tenidos en cuenta, obligatoriamente, por el derecho positivo.
Nada va a cambiar al respecto con Francisco. Las categorías de progresismo o conservadurismo nada tienen que ver con la cuestión. Ningún cura de los llamados progresista -tercermundista si se quiere o partidario de la teología de la liberación- piensa diferente al respecto.
En todo caso, el máximo punto de inflexión puede ser imaginado desde la tolerancia. Tolerancia que implica aceptar las realidades sin por ello reconocerlas como válidas. Hacerlo sería cambiar la esencia y eso es imposible.
Nadie puede aguardar que con Francisco o con cualquier otro, la Iglesia Católica se torne abortista, partidaria del matrimonio homosexual o apruebe el divorcio. Sí, puede imaginar una Iglesia que no expulse de su redil a quienes, amparados en el derecho positivo, ejerciten sus libertades.
De hecho, la Iglesia no se retiró de los países donde la ley reconoce estas libertades. Tampoco produjo sanciones eclesiásticas sobre quienes legislaron al respecto.
Sobre estos puntos, la modernidad de la Iglesia consiste en aceptar que los caminos del derecho positivo y del derecho divino no son los mismos. Hasta allí, se puede mover Francisco. Ni un centímetro más. Porque, como el resto de los sacerdotes, se opone desde su propia conciencia y porque como Papa sería despedazar la Iglesia.

Los problemas, dos

Diferente es la cuestión sexual. Aquí sí la Iglesia arrastra un déficit de “aggiornamento”. Su resistencia a los métodos anticonceptivos no se corresponde con el avance científico y tecnológico que determinó el cambio de las sociedades de rurales a urbanas y que modificó sensiblemente la demografía.
Es que por un lado la concentración urbana -iniciada con la revolución industrial hace ya dos siglos y medio- y, por el otro, el sensible alargamiento del promedio de vida cambiaron para siempre aquel mundo medieval fundamentado en la agricultura sin maquinaria donde la necesidad de brazos junto a la muy corta duración del promedio de vida -treinta años- determinaban una necesidad de alta natalidad.
Aquella concepción positiva de una procreación continua quedó superada por un mundo industrial donde se limita -por diversas razones- a la continuidad de la especie.
En la materia, la Iglesia Católica se quedó en el tiempo. Cuando producto de la civilización urbana, las costumbres y los usos adquirieron mayor liberalidad, la respuesta católica fue un “tabú” sobre el sexo, cuya única limitación originaria -en los Diez Mandamientos- consiste sólo en no desear la mujer del prójimo.
La resistencia de la Iglesia, frente a los anticonceptivos, fracasó por completo. Es más fue perniciosa frente a la aparición del Sida. Nada la justifica.
Francisco puede o no tomar el problema. Si no lo hace, será uno de los puntos en los que la Iglesia no se acercará a la gente. Aquí no hay unanimidad, el conservadurismo eclesiástico pretende seguir con el anatema, el progresismo lo contrario.

Los problemas, tres

Pero, la cuestión sexual tiene otra derivación que afecta a la Iglesia Católica en su entraña. Es el problema del celibato y la abstinencia de curas y monjas.
Ambos elementos distancian a los religiosos de la gente común. No claro el celibato o la abstinencia, en sí mismos. Sino la prohibición.
Pero, el problema se agrava por las consecuencias no deseadas de semejantes prohibiciones. Una de ellas, la imperdonable, es la pedofilia. Puede resultar superficial vincular celibato y abstinencia con pedofilia. Probablemente, en más de un caso, hubiese ocurrido igual bajo otras reglas. No obstante, desvincularlas resulta, cuando menos, ingenuo.
Francisco enfrenta aquí un doble problema. Transparencia con castigo por un lado y solución de fondo por el otro. Lo primero forma parte del dominio de la voluntad, lo segundo de una revisión revolucionaria.
Seguramente encarará la transparencia y el castigo. No se conocen, en cambio, pronunciamientos suyos respecto de un cambio frente al celibato y la abstinencia.
Por último, queda la cuestión financiera que requiere, asimismo, transparencia pero que precisa de austeridad para imponerse. Un punto sobre el que más allá de duras resistencias, Francisco ofrece garantías.
En síntesis, el pontificado de Francisco será conservador si se lo considera desde la óptica de los problemas que la totalidad de la Iglesia no reconoce como tales. Será conservador o progresista si encara o no los problemas sobre los que la Iglesia está dividida. Y será progresista si soluciona aquellos que hasta el propio Francisco considera como tales.
Ahora, es tiempo de expectativas y no de balances. 

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