Antes de la revuelta callejera en Brasil, los sondeos generales daban una cómoda ventaja a Dilma Rousseff: un 57%. Ahora, en plena refriega, una encuesta entre los manifestantes en São Paulo le da un 10%.
La mandataria, ante el país en llamas y con la imagen de Brasil dañada internacionalmente en vísperas del Mundial de Fútbol, hizo lo que tenía que hacer, aunque quizás con demasiado retraso: hablar al país y prometer que mantendría el orden. Hizo un esfuerzo para entender el movimiento y prometió un pacto nacional para escuchar las reivindicaciones de la calle.
Pese al esfuerzo, sus palabras cayeron al vacío: 24 horas después de su discurso hubo nuevas manifestaciones con cerca de 60.000 personas en 12 ciudades, como si ella no hubiese hablado.
Y los analistas empiezan a preguntarse si Dilma, en caso de que las revueltas puedan prolongarse e incluso acrecentarse y llegar hasta las vísperas de la Copa del Mundo de 2014, ya bautizada como la “Copa de las manifestaciones”, conseguirá mantenerse en el poder.
Los asesores de imagen -pagados a precio de oro- que hasta ahora le habían aconsejado fueron quienes escribieron su discurso. Fracasaron por primera vez. No han advertido que, de repente, Brasil ha cambiado. Los viejos trucos publicitarios, hasta ayer victoriosos, se quedaron viejos.
La calle se había manifestado en contra de los políticos del “vamos a hacer”, y con ese eslogan derribaron todos los discursos llenos de promesas. La calle no quiere ya discursos ni promesas de políticos que hasta ayer podían no cumplirlas sin dañar su imagen. Hoy quieren hechos concretos. Y los quieren para hoy.
¿Hay alguna forma que pudiera salvar a Dilma de la quema y convertirla en el factor del cambio, en la intérprete entre la calle y el palacio, ella cuya biografía la ayuda a conectar con las masas en rebeldía en busca de mejoras sociales?
Quizás sí, afirman algunos sociólogos que leen el nuevo lenguaje de la protesta a través de los gestos más que de las palabras.
El empresario de corbata de un barrio bien de São Paulo presente a la manifestación de la mano de una mujer simple de una favela, tuvo más impacto que mil discursos.
Como lo fue el mensaje enviado por un joven trabajador que se solidarizó con la protesta recordando que no estaba allí presente solo porque, después de trabajar, tenía que ir a estudiar para “mejorar su futuro” y ganar el tiempo perdido.
Alguien ha llegado a pensar que para la presidenta, media docena de gestos que golpearan la conciencia de la gente -como lo hizo el papa Francisco al asumir el papado- será más eficaz que más discursos.
El papa Francisco había sido nombrado sucesor de Pedro cuando la Iglesia que atravesaba uno de sus momentos más bajos de popularidad, con un pontífice, Benedicto XVI, abandonando el cargo y el Vaticano hirviendo en escándalos.
Bastó un puñado de gestos. El último en permitir subir a un joven minusválido a su coche descubierto en la plaza de San Pedro.
Bastó que el primer día de su papado pagara personalmente la cuenta de su hotel; que prescindiera para vivir de los palacios pontificios para seguir viviendo en una simple pensión de Roma o que cambiara los zapatos rojos de Prada de su antecesor por unos toscos de trabajador, para que el mundo volviese a interesarse de la Iglesia.
No sé qué gestos los sociólogos piensan que Dilma debería hacer para reconquistar su fuerza política perdida, pero es posible que puedan ser lo único que puede salvarla.
La presidenta tiene un precedente que lo confirma. Llegó a la presidencia sin que la hubiera votado la clase media. La victoria se la dieron los “pobres de Lula”. Su primer gesto, retirando a los pocos meses de su Gobierno a ocho ministros acusados de corrupción, le hizo conquistar a aquella clase media que le había negado su voto.
Se ganó la fama de “barrendera de la corrupción” y su popularidad subió a un 88%.
Después, compromisos políticos para mantener su base de apoyo, la llevaron a volver atrás y hoy se enfrenta a una calle que pide que los políticos corruptos vayan a la cárcel, sin aquella aureola de fustigadora de la corrupción.
Necesitará -con gestos, más que con palabras- convencer a las masas que ella no es como esos políticos denostados por los que exigen un cambio radical de la política.
Podría cambiar a su ministro de Economía, debido al desgaste producto de la crisis. Podría prescindir de 20 de sus 39 ministros, desconocidos en su mayoría por la gente de la calle.
Podría colaborar para una bajada radical de los sueldos de los políticos, los más altos del mundo.
Podría apoyar, por populista que pueda parecer, el proyecto de ley del Senado presentado por el exministro de Educación, y exrector de la Universidad de Brasilia, Cristovam Buarque, que obliga a todos los que tengan un cargo político a llevar a sus hijos a escuelas públicas.
Podría proponer mañana mismo una reforma política radical, un sueño desde hace años en este país y que ni siquiera el popular Lula consiguió realizar. Podría, desde ya, rebajar drásticamente los impuestos que son los más altos del mundo.
Podría marcar distancia con el presidente del Senado, del que se han recogido 1,3 millones de firmas exigiendo su salida por corrupción.
Podría apoyar que los condenados por el proceso del mensalão fueran ya a la cárcel, sin que los laberintos de la burocracia judicial los mantengan aún en libertad.
Quizás, a este punto, ni los gestos más cargados de simbolismo serían capaces de amansar la furia de la protesta, pero sin duda podría calmarla. Lo que es cada día más claro es que el ruido de la calle no permite escuchar los discursos.
Los gestos pueden hacer que Rousseff reconquiste la fuerza que ya había conquistado, y que la calle le está restando a la velocidad de la luz.
Dilma corre el riesgo de acabar siendo el chivo expiatorio sacrificado sobre el altar de los errores de toda una clase política. Ya hay quién pide que “vuelva Lula”. Sería injusto, pero en las revoluciones, como ella sabe mejor que nadie, la lógica suele quedar sepultada bajo la furia de la protesta que todo lo arrastra.
Crisis económica y gritos en la calle contra los políticos corruptos son un material explosivo que ella necesita neutralizar cuanto antes para que los valores democráticos, sólidos en Brasil, no se vean amenazados.
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Los gestos que pueden salvar a Dilma
Las protestas en las calles han dejado claro que la ciudadanía quiere hechos y no palabras.
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