Hace unas horas el señor Javier Gerardo Milei, presidente reciente, se sentó en el centro de una mesa situada en el centro solar del sistema democrático argentino, el Salón Blanco de la Casa Rosada, y se cagó en la democracia.
Alrededor de la mesa, sentados y parados, había 13 individuos. Eran once hombres y dos mujeres: el Presidente, sus ministros y demás acólitos. Desde ese mueble rococó, cristales y dorados, el señor Milei hizo una breve introducción donde explicaba que hay “una doctrina que le ha costado la vida a millones de seres humanos, que algunos podrían llamar izquierda, socialismo, fascismo, comunismo, y que a nosotros nos gusta catalogar como colectivismo, que es una forma de pensamiento que diluye al individuo en favor del poder del Estado”. Y que nuestro país “que a principios del siglo XX era la primer potencia mundial” —dijo, insistiendo en su mentira y sin siquiera conseguirse un chupamedias que se apiade de él y le explique que se dice “primera potencia”— ahora está en la ruina, dijo, y enumeró con delectación y unas cuantas falacias los datos –tremendos– de la crisis actual. Y que por eso, dijo, “hoy he firmado un Decreto de Necesidad y Urgencia para comenzar a destrabar este andamiaje jurídico opresor que ha destruido nuestro país”.
O sea: que emitió un “Decreto de Necesidad y Urgencia” que cambiaría docenas de leyes. Los Decretos de Necesidad y Urgencia —DNU— son un mecanismo constitucional pensado para enfrentar situaciones puntuales, urgentes, donde no hay tiempo para cumplir con los pasos legales: catástrofes naturales o sociales, eventos imprevistos que obligan a una respuesta extraordinaria e inmediata.
Además, los DNU están diseñados para abordar un problema concreto; este, en cambio, incluye 366 medidas: es un DNU bisiesto. Entre tantas disposiciones destacan la prohibición de que el Estado intervenga para controlar los precios de la comida y otros artículos de primera necesidad; la derogación de la Ley de Alquileres para que los propietarios puedan aumentar sin límites; la derogación de la ley que impedía privatizar empresas públicas; la conversión de esas empresas en sociedades anónimas; la conversión de los clubes de fútbol en sociedades anónimas; una reglamentación del derecho a huelga que la vuelve casi imposible; la extensión del período de “prueba” de los trabajadores y otras facilidades para despedirlos; la posibilidad de contratar autónomos durante años sin que se establezca ningún vínculo laboral; la eliminación de las multas a las empresas que tengan empleados en negro; la desregulación de la jornada laboral y la desaparición de horas extras; la derogación de la ley que impedía que extranjeros compraran grandes extensiones de tierras; la anulación de varias leyes de promoción de la industria y el comercio nacionales; la autorización para que aerolíneas extranjeras hagan vuelos internos; la posibilidad de hacer contratos en cualquier moneda; la liberación de los precios de la medicina prepaga y otros seguros; la eliminación de las recetas de genéricos; la desregulación de los servicios de internet satelital que le había pedido Elon Musk; y así hasta completar 300 disposiciones por el estilo.
No se trata de discutirlas una por una. Ni siquiera de debatir su orientación general: está muy claro que pretenden sacarle al Estado cualquier posibilidad de regulación y protección de los más débiles, y permitir que los empresarios tengan todo el poder en su relación con sus trabajadores: el Mercado, la ley de la selva.
Grave como es, lo más grave no es eso: es el hecho de que un señor imponga por sus genitales una cantidad de medidas que no tiene derecho a decidir. La enorme mayoría de estas normas depende de leyes que, como tales, deben ser propuestas y aprobadas por los legisladores elegidos. Y no pueden ser modificadas de un plumazo por nadie más. O, por lo menos, eso dice la Constitución argentina y, en general, los mecanismos de las democracias.
El DNU del señor Milei entrará en vigor en siete días y se mantendrá mientras no sea derogado por las dos cámaras legislativas. Para eso hay un protocolo que requiere que se convoque a sesiones extraordinarias y, sobre todo, debería haber una voluntad política.
Ahora mismo no se sabe cuántos diputados y senadores están de acuerdo o no con las medidas, pero eso no importa: deberían oponerse, por principio, para restablecer la certeza de que es el Poder Legislativo quien legisla, que no alcanza con que un presidente y sus muchachos decidan que van a cambiar la mitad del ordenamiento jurídico del país solo porque tuvieron ganas.
Que cuando un presidente y sus muchachos piensan algo tienen que debatirlo con ese otro poder que la sociedad votó para que la represente y la defienda. Si ellos no lo hacen, es probable que cantidad de argentinos tomen el relevo y se defiendan en las calles: será más complicado, más violento. Y, si no lo hacen, habría que concluir que el Poder Legislativo no sirve para nada: si sus propios integrantes lo aceptan es un suicidio colectivo.
Que, a diferencia de cualquier buen suicidio, no mataría solo a quienes lo cometen, sino a todos: no solo a los legisladores sino a la democracia argentina. Que no es la mejor, por supuesto, que ha cometido desastres incontables. Pero ninguno le llega a los tobillos a la idea de que un señor pueda manipular centenares de leyes porque se le canta: ese sí que sería el gran harakiri colectivo de aquel país que llamamos —¿llamábamos?— República Argentina.<
Por Martín Caparrós: Periodista y escritor argentino, publicó esta columna en el diario español El País.
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