La fallida reunión con la oposición del ministro de Economía, Martín Guzmán, por la deuda con el FMI, aparece en los análisis políticos como un evidente fracaso de dos actores de trayectoria en el escenario nacional: Sergio Massa y Gerardo Morales. Y muestran que tanto el presidente de la Cámara de Diputados como el Gobernador de Jujuy y titular de la UCR se vieron rendidos ante las decisiones de Cristina Kirchner.
Es que Massa y Morales fueron el nexo entre Guzmán y los líderes de Juntos por el Cambio para intentar llevar adelante un encuentro con el que nunca estuvo de acuerdo la Vicepresidenta quien, fiel a su estilo confrontativo, le escapa al diálogo. De ahí que los intentos de acuerdo para concretar la reunión hayan sido meras ilusiones de Massa y Morales, y hasta del presidente Alberto Fernández, que apoyaba las negociaciones a cambio de una foto con todos los gobernadores. Entre Massa y Cristina, Guzmán se quedó con la Vice. Y la expresidenta ni necesitó hablar para expresar su rechazo a un eventual entendimiento con el organismo multilateral de crédito internacional, sobre el que abundó en su última carta.
Hay quienes sostienen que Alberto Fernández se alejó del encuentro con sus opositores cuando advirtió que coincidiría con la reunión que en Washington mantenía el canciller Santiago Cafiero con Antony Blinken, secretario de Estado norteamericano. Así, Blinken hubiera recibido a Cafiero en medio de las críticas opositoras a la marcha económica del Gobierno, algo que el Presidente quiso ahorrarse.
Es indudable el peso que tienen los Estados Unidos en las decisiones del Fondo, ya que cuenta con votos suficientes en el directorio como para hacer fracasar el acuerdo.
En ese sentido, aunque las declaraciones de Blinken fueron amablemente diplomáticas, no es indiferente a los giros de la política exterior argentina. En el comunicado que difundió la secretaria de Estado tras el encuentro con Cafiero no pasó por alto que se mencionó la defensa de los derechos humanos.
Por caso, debe haber llegado a sus oídos lo ocurrido días atrás, cuando el embajador argentino en Managua, Daniel Capitanich, representó al país en la reasunción de Daniel Ortega en Nicaragua en el mismo momento en que desde Washington lanzaban críticas contra un régimen que ha encarcelado a sus opositores políticos. Esa ceremonia generó más escándalo por la presencia del vicepresidente iraní, Mohsen Rezai, acusado de haber participado en el atentado a la AMIA de 1994.
Ninguna de estas actitudes se le pasan por alto al Departamento de Estado, probablemente atento también al viaje que Alberto Fernández programó para reunirse con su par ruso, Vladimir Putin, en febrero. Justo cuando Estados Unidos lanza fuertes advertencias contra ese país por pretender invadir Ucrania.
Antes de esa visita, el Gobierno comenzaría a “intercambiar” opiniones con los staffs del Fondo para avanzar con la presentación de una carta de intención. La duda es si esa carta será tan seria como las garantías que tanto Massa como Fernández le dieron a Morales sobre la reunión con Guzmán.
Lo que pasó después es historia conocida. Tras varias idas y vueltas, y aunque el presidente de la Cámara de Diputados le aseguró al jujeño que la reunión se haría en el Ministerio de Economía y estaría encabezada por el propio ministro, todo terminó en un rotundo fracaso del que solo quedaron promesas y ninguna invitación formal. Cansados, los dirigentes opositores le cerraron la puerta a cualquier encuentro si antes no existe una carta de intención dirigida al FMI. La respuesta del Presidente fue crear una ley en la que se establece que esa carta deberá ser aprobada por el Congreso antes de llegar al Fondo. Es decir que serían los legisladores (y no el Ejecutivo) los que por primera vez decidirían la política monetaria, la eventual devaluación y el nivel de emisión. Algo que el FMI no vería con buenos ojos.
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