Bielorrusia, la demostración de cómo un autoritarismo se convierte en dictadura
Si a la fecha algo distingue al régimen bielorruso del presidente Aleksandr Lukashenko, en su intento de perpetuarse en el poder en esa exrepública soviética, es la desmedida represión sobre las movilizaciones populares y sobre los dirigentes que contestan su gobierno. No le fue mal. Hoy la oposición está desarticulada. No desapareció, ni mucho menos. Pero el régimen de terror que el autócrata Lukashenko impuso, determinó que los bielorrusos dejasen la resistencia para mejor oportunidad.
Pero ahora, la cuerda se tensó. Es que a las muertes de varios defensores de los derechos humanos y de la libertad a manos de las fuerzas represivas, en setiembre del 2021, se agregó la muerte de un agente de la KGB -las mismas siglas que la tristemente célebre policía política soviética- mientras llevaba a cabo un allanamiento en la vivienda de un opositor.
El opositor, Andrei Zeltser de 39 años, resistió el allanamiento con un fusil de caza, abatió al policía y fue, a su vez, abatido. Para el gobierno, fue la línea roja. No importa el “detalle” del fusil de caza, probatorio de la nula organización militar opositora, las detenciones de decenas (84) de contestatarios pulularon por la capital Minsk y otras ciudades del país.
Con gala de intolerancia y ningún apego a la legalidad, el viceministro del Interior declaró que “si los enemigos no levantan las manos cuando intervienen las fuerzas de seguridad, serán destruidos” y que las declaraciones negativas sobre el oficial muerto “no merecen otra cosa que la destrucción física”. Todo un destructor.
A los opositores detenidos, como en la mejor época soviética o nazi, se los obligó a confesar sus “comentarios ofensivos” contra el régimen en las redes sociales, confesiones que luego fueron difundidas por la televisión estatal. Algunos, entre ellos varias mujeres, aparecieron con marcas en la cara y con los brazos esposados por detrás
Los símbolos
A diferencia de las dictaduras, como China, Corea del Norte y otras, los autoritarismos suelen justificar su continuidad en el tiempo en la convocatoria regular a elecciones. Solo que dichas elecciones o no son libres o son directamente fraudulentas. En el primero -no son libres-, se ubica Rusia. En el segundo -directamente fraudulentas- se inscribe Bielorrusia.
Los contextos de uno y otro son diferentes. Mientras que en Rusia el nacionalismo, la religión ortodoxa y los nostálgicos del comunismo -contradicción aparte- hacen del presidente Vladimir Putin un autócrata que avanza hacia la suma del poder público, en Bielorrusia, el presidente Aleksandr Lukashenko, para salvar su poder, se convirtió en pro ruso.
De un nacionalismo anterior que lo llevaba a oscilar entre Rusia, China, la Unión Europea y los Estados Unidos, mientras era el amo y señor de Bielorrusia, Lukashenko es hoy un vasallo del Kremlin que no duda en reprimir cualquier símbolo de soberanía.
La adopción de un símbolo o su rechazo indica posiciones políticas determinadas. Es el caso de la bandera. Cuando Bielorrusia recupera su independencia tras la caída de la Unión Soviética, enarboló la bandera a franjas horizontales blanca, roja y blanca, creada en 1917 y usada no oficialmente durante la efímera existencia de Bielorrusia libre de marzo a diciembre de 1918.
A la caída de la Unión Soviética en 1991, se impone, naturalmente, la bandera de 1919, símbolo de la independencia. Pero en 1995, ya con Lukashenko en el poder -asumió en 1994 tras un triunfo electoral- un referéndum popular definió el retorno a la bandera de la época soviética, sin los símbolos comunistas.
El referéndum comprendía además la definición como lengua oficial del ruso -hasta ese momento solo recibía dicha categoría el bielorruso; la opción de una integración económica con Rusia; y la posibilidad para el presidente de destituir al Parlamento. Todo resultó como Lukashenko quería y buscaba. Con excepción del veredicto internacional sobre la consulta que fue categórico en su calificación como “no libre”.
El amigo ruso
En esto de defender dictadores y/o autócratas, el presidente ruso Vladimir Putin siempre está presente. Se trate del dictador sirio Bashar Al-Asad, del autoritario venezolano Nicolás Maduro, del nuevo régimen militar de Mali, el hombre fuerte de Rusia pone su impronta. No se equivoca nunca: jamás se trata de defender una democracia liberal.
Como no podía ser de otra manera, Aleksandr Lukachenko es, ahora mucho más que antes, su protegido. Durante los últimos doce meses, el presidente bielorruso viajó tres veces a Rusia para visitar a su protector. En setiembre del 2020, encuentro en la estación veraniega de Sochi; en febrero de 2021, de nuevo en Sochi; en setiembre de 2021, en Moscú. Nótese que nada de reciprocidad. Siempre es Lukachenko quien viaja a entrevistarse con Putin. Nunca al revés.
Las reuniones, particularmente la última, versan sobre la integración económica entre Bielorrusia y Rusia. En Moscú, anunciaron la firma de un paquete de “28 programas” que abarcan distintos sectores como el financiero, el energético, el industrial y el agrícola.
En rigor, se trata de la publicación de la foto que muestre a Occidente el respaldo del gobierno ruso al autócrata bielorruso y no mucho más. También al gobierno chino, siempre listo, a su vez, para dar una mano a cualquier autoritario del mundo, a fin de dejar en claro que Bielorrusia forma parte de la esfera de influencia de Rusia.
Es que mientras el mundo occidental, en particular, Estados Unidos y la Unión Europea no reconocen los resultados electorales del 2020, Rusia y China lo hicieron al instante de la publicación del escrutinio oficial que, dicho sea de paso, arrojó un 80 por ciento para Luckachenko y frente a solo un 9 por ciento para Tikanovskaia.
¿Hasta donde puede avanzar el proceso de integración con Rusia? Hasta donde no represente una pérdida de poder para el presidente bielorruso. Sí, Lukachenko es pro ruso, pero no al punto de reintegrar al país en una especie de remedo de la Unión Soviética que lo dejaría a él como un subordinado del Kremlin, listo para ser removido en cualquier instante.
El arma migratoria
La Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido ensayan todo tipo de sanciones financieras relacionadas con los jerarcas del régimen bielorruso. También con empresas y asociaciones. Desde el Comité Olímpico Bielorruso hasta la empresa pública Belaruskali OAO, uno de los más grandes productores de abonos a base de potasio del mundo.
Asimismo, un banco privado Abolutbank, una manufactura de tabaco y empresas ligadas al transporte, la energía y la informática, todas ellas vinculadas a los integrantes del gobierno Lukachenko, son objeto de sanciones occidentales.
Frente a este estado de cosas, la respuesta del régimen es la migración. Por ejemplo, el arribo de inmigrantes a Alemania, si bien no es comparable al del 2015, va “in crescendo”. Alemania suele ser una plaza ansiada para la inmigración proveniente de Medio Oriente. Ya no solo llegan los refugiados de Irak, ahora también de Siria, de Irán y de Yemen.
El hecho es que la casi totalidad de ellos atraviesa Polonia, pero todos provienen de Bielorrusia hasta donde llegan sin mayores dificultades desde Estambul, Turquía, y donde son reconducidos a las fronteras con Polonia y con Lituania.
Las ONG que intentan ayudar a los refugiados no son atendidas aun cuando exhiban los documentos firmados en los que son autorizados a gestionar el asilo de los demandantes. Paralelamente, trabajan los “pasadores” delincuenciales que esquilman a quienes quieren cruzar.
La política migratoria de Bielorrusia es casi una copia de la política de Turquía. En ambos casos, la inmigración es utilizada como un arma de la política exterior. Turquía la utiliza contra Grecia y la Unión Europea. Bielorrusia contra Polonia, Lituania y la Unión Europea.
Se trata, lisa y llanamente, de un chantaje de características diferentes, pero chantaje al fin. Turquía amenaza con impulsar la inmigración hacia Europa si no recibe financiamiento, mientras que Bielorrusia hace lo mismo pero pretende un reconocimiento internacional sobre su amañada elección presidencial.
Tras las elecciones calificadas de fraudulentas del 2020, el gobierno bielorruso del presidente Aleksandr Lukachenko dejó de ser un autoritarismo para avanzar hacia una dictadura lisa y llana. Con presos y exiliados políticos. Con represión de cualquier manifestación opositora. Con conflictos con sus vecinos. Y con una dependencia creciente del gobierno ruso.