OPINIÓN

Qué hay de nosotros en el presente

Cuando la Pandemia fue un nombre que atravesaba el globo y nos convocaba -desde lo colectivo y singular- a pensar, sentir, actuar, vivir-convivir en una situación hasta entonces desconocida, cuando no encontrábamos en nuestra subjetividad instrumentos que nos permitiesen posicionarnos ante eso nuevo que encarnaba en sí lo no deseado y temido, debimos prepararnos para afrontar un peligro, tanto el cierto como el percibido.
Conllevó posibilidad de pérdidas y determinó pérdidas en sí. Hubo quienes atravesaron procesos de duelo ante el fallecimiento de seres queridos. Sin la crudeza que implica ese tránsito, otras faltas fueron experimentadas: en lo laboral, en la expresión física del afecto, en la posibilidad del encuentro.
Más allá de ello, debimos localizar lo no visible. ¿Desde dónde arremetía ese peligro? “La fuente” fue ubicada en el semejante e inclusive en uno mismo. Surgió angustia ante la posibilidad de ser vulnerados, aun sin saber desde “dónde” o desde “quién” pudiera llegar el daño posible.
Si durante el 2020, todos hemos experimentado cambios en el ser, estar y sentir, cada sujeto atravesó el período conforme fuese su historia, con los recursos singulares y con aquellos que su grupo de pertenencia pudiera haberle brindado.
En tiempos en que algo del orden de lo no esperado provocó que se hiciera agua lo planeado, la atención estuvo puesta en la presencia del peligro y en el posicionamiento de cada sujeto frente a él, a partir de los recursos psíquicos con que contaba, o bien, en una puesta en evidencia de las carencias para enfrentarlo.
Más de un año después del inicio de este largo proceso, y aun cuando la posibilidad de contagio de Covid y los riesgos que de ello pudieran derivarse siguen presentes, algo se fue modificando en la percepción del peligro. Quizás haya operado un acostumbramiento ante él, una quita de atención ante su presencia, una “convivencia” o incorporación de la situación global a nuestra propia vida.
Mas ello ha supuesto que, aquella disposición primera del ánimo centrada y concentrada en la evitación o afrontamiento del peligro, haya dejado a un lado, o haya pasado a segundo plano, la elaboración, la ideación de objetivos vitales y aún el reconocimiento de aquellos planes frustrados o mortalmente heridos durante el 2020.
Algunos proyectos se diluyeron, otros no llegaron a nacer, otros fueron resignados.
En el hoy puede aparecer la pregunta: “¿qué?”: “qué”, respecto de lo que se resignó; “qué” respecto de los proyectos futuros.
Si la incertidumbre es una constante, hay momentos en que ella adquiere la consistencia de lo evidente.
Ante esta percepción que se extiende desde lo social hasta lo individual, uno pudiera sentirse desfallecer o languidecer: desfallece la posibilidad de pensar/pensarse a largo plazo, de elaborar proyectos cuando las variables externas al querer no pueden ser dimensionadas, cuando el otro y uno están aprendiendo a estar aún en situaciones radicalmente diferentes a aquellas con las que se había construido ciertas estabilidades subjetivas y comunitarias antes de que un virus –invisible aunque presente- nos convocase a posicionarnos en otro lugar.
Un nuevo interrogante surge: ¿qué puede “florecer” cuando “desfallece” aquello que habíamos pensado para un después, cuando el después no es previsible?
Si nos lo preguntamos, las respuestas, empero, serán singulares.
No hay fórmulas universales, aunque sí se puede pensar más allá de lo propio.
Si los cambios -aun los no deseados- suelen dar pie a oportunidades, quizás ellas deriven de un posicionamiento en el aquí y ahora, en el presente, en el disfrute de lo posible, en la elaboración de objetivos accesibles, en el reconocimiento de lo que se tiene y siente, en la recuperación de aquello que -en virtud de los proyectos a largo plazo- se dejó de lado o no se ha valorado lo suficiente.
Quizás se trate de aprender nuevas formas de “florecer” para evitar “desfallecer”.

(*) Psicóloga clínica.