¿Alcanzan las movilizaciones en toda Rusia en reclamo de la libertad del opositor Alexei Navalny para derribar al régimen autoritario del presidente Vladimir Putin? ¿Es la presión internacional europea un elemento suficiente para liberar a Navalny? ¿Estados Unidos se sumará a dicha presión o se mantendrá al margen como con el ex presidente Trump?
Negado por el gobierno ruso, pero comprobado por un laboratorio alemán, otro francés y otro sueco, el abogado Alexei Navalny (44 años) fue envenenado con un tipo de Novichok, agente neurotóxico desarrollado como arma química por la Unión Soviética durante la década de 1970.
Ocurrió el 20 de agosto del 2020. Los síntomas del envenenamiento aparecieron al abordar un avión en la ciudad siberiana de Tomsk para retornar a Moscú. Hospitalizado de urgencia en la también ciudad siberiana de Omsk –sin T-, Navalny fue poco después trasladado a Berlín, Alemania, donde permaneció hospitalizado en recuperación.
Lejos de investigar los hechos, el gobierno ruso hizo todo cuanto le fue posible para desacreditar el envenenamiento. Nada resultó. El mundo democrático quedó convencido del envenenamiento y de la culpabilidad del Servicio Federal de Seguridad (FSB), heredero de la tristemente célebre KGB de la época soviética.
Y un día, repuesto, el opositor regresó a Rusia. Fue el 17 de enero del 2021. Nomás puso un pie en suelo ruso, Navalny fue arrestado. Un día después, reunido de apuro en una comisaría de Khimki, un suburbio moscovita, un tribunal lo condenó a 30 días de prisión por violar su libertad condicional al no presentarse ante la policía mientras estaba en coma en Alemania.
Desde entonces, redes sociales mediante, las manifestaciones en favor de la libertad del opositor, inmediatamente después condenado a cumplir una vieja condena en suspenso desde 2014 que lo depositó en la cárcel por dos años y medio, se sucedieron con mayor o menor intensidad a lo largo de toda Rusia.
¡Ay Europa!
Esta vez fue el caso Navalny. Antes, el separatismo pro ruso y la anexión de Crimea, en Ucrania. O la separación de Abjazia y Osetia del Norte de Georgia, invasión de tropas rusas mediante. O la secesión también pro rusa de Transnistria en Moldavia.
¿Qué tienen en común? Pues la consabida protesta de la Unión Europea al gobierno del presidente Putin. Es decir, solo palabras que cuando, alguna vez, fueron más allá, nunca llegaron a ser catalogadas como sanciones, sino como… medidas restrictivas. ¿Prudencia, timidez o pusilanimidad?
Con las protestas por el envenenamiento y por el posterior encarcelamiento del opositor Navalny, otra vez quedó demostrado que, a la hora de la acción, la Unión Europea es poco y nada cuanto consigue.
Sencillamente, porque no se pone de acuerdo. Algunos van por todo como los bálticos Estonia, Letonia y Lituania, a los que siempre se suma Polonia. Otros, al contrario, casi pueden ser considerados aliados de los rusos, como Hungría. Otros pretenden una relación de igual a igual como Francia. Y otros cuidan sus intereses como Alemania.
No solo le ocurre con Rusia. También con China cuando se habla de los uigures, los tibetanos u Hongkong. O con Turquía y sus intervenciones en Siria, Libia o sus provocaciones en el Mediterráneo Oriental. O con Arabia Saudita, tras el asesinato del periodista Jamal Kashoggi en Estambul. En todos los casos, Europa discute y…. nada.
Frente al caso Navalny, la sanción por excelencia debió ser –aún no está totalmente descartada, pero casi- la interrupción de los trabajos en el gasoducto submarino Nord Stream 2. Se trata del segundo gasoducto que unirá Víborg, puerto ruso sobre el Mar Báltico, en la región de Carelia –fue ciudad finlandesa hasta su ocupación por la Unión Soviética tras las dos guerras ruso-finlandesas de la década de 1940- con el puerto hanseático báltico de Greifswald, en Pomerania, Alemania.
Desde la visión comercial rusa, la obra es prioritaria debido a la mayor venta de gas futura. Pero mucho más lo es desde el punto de vista geopolítico.
Estados Unidos y el resto del mundo
Tras cuatro años de “vista gorda” del ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sobre el autoritarismo y la relativización de los derechos humanos por parte del gobierno ruso, la asunción del demócrata Joe Biden presagiaba una tirantez en las relaciones ruso-americanas.
No fue así. O, al menos, no fue así completamente. Es que el 05 de febrero de 2021 vencía el Tratado de Limitación de Armas Nucleares, conocido como Nuevo Comienzo (New Start, en inglés). El 29 de enero de 2021, Rusia prolongó su vigencia por cinco años. Cinco días después, el 03 de febrero, Estados Unidos hizo lo propio.
Buena noticia que la vocera presidencial de Estados Unidos, Jen Psaki, se encargó de limitar al dejar en claro que su país “trabajará para que Rusia rinda cuentas de sus actos antagonistas de los derechos humanos.
El Tratado establece un máximo de 1.500 ojivas nucleares para cada país y restringe a 800 sus rampas de lanzamiento y sus aviones bombarderos pesados capaces de transportarlas. Menos que la capacidad bélica de hace 20 años pero suficiente para destruir varias veces el planeta.
Más allá del acuerdo, los principales contenciosos entre Rusia y Estados Unidos son cinco: Ucrania, Navalny, el pirataje masivo sobre instituciones norteamericanas, los pagos a los Talibán afganos para que asesinen militares norteamericanos y la injerencia en las elecciones presidenciales de noviembre del 2020.
Y quedan las aventuras bélicas rusas en África y Medio Oriente.
La zona de influencia
Sin dudas, el objetivo del presidente Putin consiste en alcanzar un reconocimiento internacional que ponga a Rusia en el nivel de super potencia que supo alcanzar en épocas de la Unión Soviética. Para ello, hace falta inmiscuirse en distintas regiones del mundo, en general, pero fundamentalmente, en la propia esfera de influencia. La que componen las ex repúblicas soviéticas independizadas, en primer término, y los países del ex Pacto de Varsovia, luego.
No es fácil, nadie quiere retornar a épocas pretéritas. Precisamente, en Ucrania, el presidente Volodymyr Zelensky, con nuevos bríos tras la asunción de su colega norteamericano Joe Biden, decretó el cierre de tres señales de televisión pro rusas que se difunden en Ucrania. El asunto pasó a mayores. El gobierno ucraniano recibió el pleno apoyo del nuevo gobierno de Estados Unidos y una adhesión, bastante más tibia, de la Unión Europea. Ahora, todo el mundo espera la reacción del hombre fuerte del Kremlin que, hasta aquí, no se produjo.
El presidente Zelensky fue más allá. Decidió la aplicación, desde el pasado 16 de enero de 2021, en el sector servicios, de la ley del 2019 que establece, de manera progresiva, la obligatoriedad del uso del ucraniano en todos los estamentos de la vida pública. Obviamente, el uso obligatorio del ucraniano se lleva a cabo en detrimento del empleo del ruso.
Ucrania es un atolladero del que el presidente Putin sacó tajada, en 2014, con la anexión de Crimea y la secesión de dos regiones pro rusas en el este del país: las Repúblicas Populares de Donetsk y de Lugansk. Es la táctica del gobierno ruso: amputar territorios a las ex repúblicas soviéticas. Además del caso ucraniano, está la Transnistria separada de Moldavia, y la Osetia del sur y la Abjazia, secesionistas de Georgia.
Se trata de una táctica que se emplea frente a los gobiernos “díscolos”, pro occidentales, de las ex repúblicas soviéticas. En cambio, frente a aquellos que no discuten la influencia rusa, los métodos son otros. Fue cuanto ocurrió en el Cáucaso, en la reciente guerra entre Armenia y Azerbaiyán. Militarmente hablando, ganó Azerbaiyán. Políticamente, también aunque no tanto como esperaba. Recuperó territorios pero no la región del Alto Karabagh, razón de ser de la guerra. Y no la consiguió porque el gobierno ruso se lo impidió. Tres fueron las razones, a saber: limitar la influencia turca sobre los azeríes –influencia determinante para el triunfo militar-, reconocer la derrota armenia sin la cesión del territorio disputado y limitar, sin impedir, la victoria azerí.
El Cáucaso fue una nueva demostración palpable de la voluntad rusa de recuperar su “zona de influencia”. La intervención en distintos teatros de otros continentes, el afán de un retorno al status de super potencia.
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