El cambio climático es ya una realidad tangible, que inquieta muy especialmente a la primera generación políticamente activa nacida en el siglo XXI.
OPINIÓN

Hora de reencauzar el siglo XXI

Este es el momento de valorar con ecuanimidad nuestro historial reciente de logros y fracasos, y de evitar tanto la ingenua complacencia de principios de siglo como el paralizante catastrofismo.

La mayoría recordará el entusiasmo generalizado que suscitó la llegada del siglo XXI. Era época de editoriales grandilocuentes, de propósitos ilusionantes y de indisimulada osadía occidental. Desde entonces, tan solo ha transcurrido un parpadeo, en términos históricos. Sin embargo, el espíritu de los tiempos parece haber cambiado radicalmente, incluso si dejamos de lado la crisis de la Covid-19. Para buena parte del mundo, este siglo ha estado repleto de frustraciones y desengaños. Muchos ya no afrontan el futuro con confianza, sino con temor.
Hace dos décadas, poco importaba cuál fuese la pregunta: la respuesta por defecto era siempre más globalización. Se trataba de un afán legítimo y loable, pero olvidamos construir las necesarias salvaguardas. Acontecimientos tan devastadores como la actual pandemia y la crisis financiera de 2008 han evidenciado que una mayor interdependencia implica un mayor riesgo de contagio, literal y figuradamente. Además, 2020 ha demostrado que la especialización productiva puede ser fuente de vulnerabilidades y, previamente, ya habíamos reparado en que las derivadas políticas de la deslocalización habían sido subestimadas.
Cuando naufragó en el año 2000 la primera campaña presidencial de Donald Trump -como miembro del minoritario Partido de la Reforma— nadie hubiese creído que en 2016 lograría implantar su agenda proteccionista en el seno del Partido Republicano y, acto seguido, hacerse con la presidencia. Tras su sorprendente victoria, la siguiente advertencia comenzó a sonar menos exagerada: “Toda nación está predispuesta a ver con ojos envidiosos la prosperidad de las naciones con las que comercia, y a considerar sus ganancias como pérdidas propias”. Estas palabras pertenecen nada menos que a La riqueza de las naciones, el texto con el que Adam Smith sentó las bases del liberalismo económico.
Los Estados Unidos que cruzaron el umbral del siglo XXI no parecían propensos a sucumbir a envidias e inseguridades. Todavía faltaban unos meses para los atentados del 11-S, que constataron el potencial disruptivo de los actores no estatales y pusieron fin a la edad dorada de la hegemonía estadounidense. Ajeno a las convulsiones geopolíticas que estaban por venir, el recién elegido presidente Bush se deshacía en elogios hacia su homólogo Vladímir Putin, que capitaneaba una Rusia integrada por aquel entonces en el G8. Corea del Norte seguía suscribiendo formalmente el Tratado de No Proliferación y tampoco había trascendido ninguna actividad clandestina de Irán en materia nuclear. China, cuyo peso económico estaba a años luz del estadounidense, aún no había obtenido el impulso definitivo que le proporcionó su ingreso en la Organización Mundial del Comercio a finales de 2001.
Las profundas reconfiguraciones que nos ha deparado este siglo han dejado huella física en nuestro planeta. En 2001, Estados Unidos era responsable de un 23% de las emisiones globales de CO2, mientras que las de China se situaban en el 13%. Según los datos más recientes, el peso relativo de los dos mayores generadores de CO2 ha dado un vuelco: Estados Unidos ha pasado a producir el 15% de las emisiones y China, el 28%. Entretanto, las emisiones totales han seguido aumentando prácticamente cada año y la extensión mínima del hielo ártico se ha reducido casi a la mitad. El cambio climático es ya una realidad tangible, que inquieta muy especialmente a la primera generación políticamente activa nacida en el siglo XXI.
En los últimos 20 años se ha producido también una revolución sin precedentes en nuestra manera de relacionarnos. Internet ha adquirido el don de la ubicuidad y las redes sociales se han convertido en el ágora de nuestros tiempos. Las primaveras árabes revelaron —pese a no dar los frutos esperados— el potencial democratizador de estos nuevos instrumentos. No obstante, hoy sabemos que no están exentos de efectos perniciosos. El imperio del algoritmo contribuye a generar cámaras de eco que empobrecen el debate público. Además, el ámbito digital ha dado alas a actores subversivos que se han especializado en tácticas de “guerra híbrida”, incluyendo ciberataques y desinformación a gran escala.  
No deberíamos permitir, sin embargo, que la desazón que se ha extendido por muchos países oscurezca los incontrovertibles avances colectivos que venimos cosechando. Entre 2001 y 2019, la esperanza de vida a escala global aumentó de los 67 a los 73 años (en África, pasó de los 53 a los 63). La presencia femenina en puestos de responsabilidad se ha incrementado considerablemente y, en 2019, alcanzamos un pico (todavía muy insuficiente) de 19 mujeres a la cabeza de Gobiernos estatales. Por otra parte, cuando la Administración de Biden tome las riendas de Estados Unidos, el Acuerdo de París sobre el cambio climático volverá a estar respaldado por todos los Estados del planeta. Y la Unión Europea ha ido superando sus baches con mayor integración, incluyendo un fondo de recuperación poscovid que se financiará mediante una emisión conjunta de deuda y se distribuirá parcialmente en forma de subsidios.
Reflexionar sobre algunos escenarios contrafácticos también puede ayudarnos a ganar perspectiva. Por ejemplo, ¿qué hubiese sido de la economía global a finales de la década pasada sin el estímulo de demanda que proporcionó China, cuya industrialización ha sacado de la pobreza a centenares de millones de personas? ¿O qué hubiese sucedido si la actual pandemia nos hubiese golpeado hace 20 años, cuando no disponíamos de las tecnologías necesarias para resguardar ciertos sectores económicos mientras se promueve el distanciamiento social?
Ahora que cerramos este infausto 2020 e inauguramos la tercera década del siglo XXI, es momento de valorar con ecuanimidad nuestro historial reciente de logros y fracasos, y de evitar tanto la ingenua complacencia de principios de siglo como el paralizante catastrofismo. Los principales desafíos que tenemos por delante son notables, pero asumibles: asegurar que la creciente multipolaridad es compatible con la paz y la cooperación internacional —las mejores garantías del progreso humano—, subsanar las grietas que se han abierto en nuestras sociedades digitales y recuperar un hábitat equilibrado y sostenible. De nosotros depende que este año sea recordado como el más serio sobresalto de este turbulento siglo, cuya moraleja aprendimos, o como un mero preludio de lo que estaba por venir.

 
(*) Distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.