Desde el comienzo de los tiempos, el pueblo hebreo primero, los judíos después, han ocupado un lugar destacado en la historia de la humanidad. Desde acontecimientos narrados en el Antiguo Testamento como la huida de Egipto, la conquista de la Tierra Prometida y la resistencia al dominio romano, hasta la posterior dispersión por toda Europa y el Antiguo Mundo en siglos posteriores; desde la persecución a las distintas colectividades, los pogromos, la expulsión del reino de España, hasta los tiempos recientes del Holocausto. No deja de causar admiración el hecho de que, lejos de desvanecerse en la diáspora, la identidad judaica se reafirmó en cada comunidad que los recibió o en la que se refugiaron. A la vez, no es posible explicar la singular sobrevivencia y trayectoria histórica sin la presencia de grandes personalidades que tanto modelaron la nación como respondieron eficazmente al desafío de las circunstancias históricas. Detrás de los hechos permanecen nombres imprescindibles como Maimónides, Moses Mendelsshon o Ben Yehudá.
No obstante, exceptuando sitios ideales para la convivencia e intercambio con otras culturas, como lo fueron los casos de Toledo o Córdoba en la península ibérica, el judío en Europa fue casi exclusivamente identificado y estigmatizado como mercader y usurero. Basta para ello recordar cómo los presenta el juglar en el romance del Cid Campeador: “juntos estaban Raquel y Vidas haciendo cuentas de sus ganancias”, o Shakespeare con su paradigmático Shylock. En los tiempos modernos la obtención, no sin dificultades, de la emancipación jurídica, les permitió competir en igualdad de condiciones con el resto de la población de Europa y América, accediendo a las universidades, tratando de explicar por sí mismos el universo. Por cierto, no es esa la única explicación. El estudio de la Torá desde la niñez, la salvaguarda de los textos sagrados, de su historia y de su religión, la llamada Halajá, también cumplió lo suyo. Lentamente la imagen pasó a ser otra, aunque los prejuicios estuvieran lejos de diluirse.
El escritor español Diego Moldes (n. en 1977), con el antecedente de biografías como Roman Polanski. La fantasía del atormentado (2005) y Alejandro Jodorowsky (2012), aborda ahora con propósito enciclopédico a los judíos de la diáspora de los dos últimos siglos en Cuando Einstein encontró a Kafka. Contribuciones de los judíos al mundo moderno. Como si no bastara con la tríada de Karl Marx, Sigmund Freud y Albert Einstein, la obra es una interminable galería de nombres y datos que cubre todas las áreas del saber, la ciencia, las técnicas y las humanidades, pero también la banca, las empresas, las finanzas, la informática, los deportes, la justicia y la política. Un voluminoso libro de referencia inevitable para quien quiera informarse detenidamente de la historia moderna y de la nación judaica en particular. Abruma por su inmensidad y resulta a la vez una caja de sorpresas cuando el lector se topa con personajes muy conocidos en el mundo actual de los que ignora su origen judío, muchas veces encubierto con seudónimos o nombres apenas disimulados. Para el autor, sin embargo, el libro es un punto de partida, “un borrador de un posible ensayo mucho mayor”, afirma. De origen gallego, Moldes sostiene que la no pertenencia al pueblo judío le representa una ventaja para evaluar con objetividad y a la vez expresar su profunda admiración. La lucha contra el antisemitismo, que entiende como la raíz de todo racismo y xenofobia, es el norte que lo guía.
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Inventos y vida cotidiana
En sus Cartas 1900-1914, Kafka jamás menciona a Einstein. Se sabe sin embargo que ambos pudieron conocerse cuando en marzo de 1911 el joven Albert Einstein viajó a Praga para ocupar la cátedra de Física Teórica en la Universidad Carolina. El café Louvre, centro intelectual de la capital checa, incluía a ambos en sus habituales tertulias así como a los escritores también judíos, Max Brod y Franz Werfel. El posible encuentro no deja de ser un símbolo afortunado, una metáfora inaugural. Aparte del valor representativo de ambos, Einstein encarna también un hecho fundamental: la emigración de miles de judíos hacia Estados Unidos y otros países de América motivada por el ascenso del nazismo y los sucesos en torno a la Segunda Guerra Mundial.
La ciencia y los inventos es el primer rubro a atender, desde Alexandre Friedmann y su teoría del Big Bang, Niels Bohr y el descubrimiento de los electrones, hasta el automóvil a gasolina, la aspirina, el radar y las bombas atómica y de hidrógeno. Impacta saber que objetos de uso cotidiano como el control remoto, las pilas Duracell o el walkie talkie fueron creados por judíos. El judío húngaro Ladislao Biró registró el primer bolígrafo con el nombre de Birome y en 1945 vendió la patente a Marcel Bich, quien cofundó la marca Bic. Se debe al judío polaco Julius Fromm la producción en serie de preservativos duraderos y resistentes.
Presencias y ausencias
Cabe preguntarse si existe una literatura judía que se expresa a través de lenguas modernas como el alemán, inglés, francés o español. Tal catalogación significa un corte transversal en la literatura universal de los últimos siglos, que desconoce fronteras geográficas. Formarían parte de ella autores tan disímiles como Fernando de Rojas, el creador de La Celestina, Michel de Montaigne, Heinrich Heine, George Steiner, Max Aub o Vicki Baum. Se ha dicho que hasta Miguel de Cervantes fue un cripto-judío, descendiente de judíos conversos. Nadie duda, en cambio, en reconocer entre los grandes de ese origen a Franz Kafka, Stefan Zweig, premios Nobel como Boris Pasternak y Nadine Gordimer, el visionario Marcel Schwob, Elie Wiesel, Arthur Koestler, Irene Némirovsky e Iliá Ehrenburg, sin negar a Marcel Proust, judío convertido al catolicismo.
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