El 30 de junio de 2020, Joe Biden, de 77 años, el candidato a la presidencia del opositor Partido Demócrata, fue explícito: no hará campaña electoral para los comicios de noviembre. Al menos, no hará campaña electoral presencial como es tradicional en los Estados Unidos.
Motivo público: la distanciación social para evitar el coronavirus. Motivo obvio: la diferenciación con el presidente Trump (74 años). Motivo no expuesto: el realismo político que determina que no es el candidato Biden quien debe ganar la elección, sino el presidente Trump quien debe perderla.
De momento, las cosas no pueden ir mejor para el tranquilo y pausado exvicepresidente durante los dos mandatos del presidente Barack Obama. Las encuestas, todas, lo dan ganador, por márgenes que oscilan entre los 9 y los 15 puntos.
Cierto es que la elección presidencial norteamericana es indirecta. Por tanto, es posible –ocurrió con el presidente Trump- que quien alcance mayor número de sufragios a nivel nacional pierda al contabilizarse los electores que obtuvo, ya que el número de estos últimos varía según las dimensiones de cada Estado.
Esos “grandes electores”, conocidos como compromisarios establecen diferencias, que no necesariamente reflejan los caudales electorales. Ejemplo: en la última elección, el presidente Trump venció en Florida a Hillary Clinton por 14 a 13 compromisarios. Pero a la señora Clinton le resultó suficiente contabilizar a favor el único compromisario del pequeño Estado de Delaware –casualmente, su senador fue Biden-, para empatar el gran caudal electoral de Florida.
En 2016, Hillary Clinton obtuvo 65,8 millones de votos contra casi 63 millones del presidente Trump. En porcentaje, el resultado fue 48,17 para la esposa del expresidente Bill Clinton contra 46,15 para el actual presidente. Pero, el recuento de compromisarios dio vuelta la elección, el presidente obtuvo 304 contra 227 de la exsecretaria de Estado. O sea 51,2 por ciento a 34,2 por ciento.
Con la actualidad, las coincidencias no son muchas. En aquel momento, la suma de sufragios arrojaba una diferencia negativa para el actual mandatario de dos puntos porcentuales. Y ahora hablamos de entre 9 y 15. Bastante más. Por supuesto, la última palabra nunca está dicha, hasta el cierre de los comicios.
Estado de situación
A finales del año pasado y hasta principios del entrante nadie hubiese apostado seriamente a una derrota electoral del presidente Trump. Pruebas al canto: mientras del lado Republicano, el candidato Trump fue casi único en las cortísimas primarias de dicho partido, del lado Demócrata los postulantes iniciales fueron 29. Dieciocho se retiraron antes de las primarias. Diez lo hicieron durante la justa que finalmente quedó en manos de Joe Biden.
¿Qué ocurrió? Muchas cosas, pero si corresponde elegir un desencadenante, el mérito se lo lleva el coronavirus. Seguramente, la influencia “sanitaria” de la pandemia no puede ser desdeñada. Las contradicciones del gobierno y los ya rutinarios desplantes y descalificaciones de Trump cansaron a más de un votante independiente. Tampoco se puede dejar de observar que, por lejos, Estados Unidos es el país con mayor número de contagios y mayor número de fallecidos.
Tal vez, la responsabilidad del Covid-19 no deba buscarse tanto en lo sanitario en relación con los malos augurios para la reelección presidencial. Sino en la economía. La violenta irrupción del coronavirus precipitó, como era inevitable, un parón económico, una caída de la actividad y un incremento sustancial del desempleo. Nadie habló más de inversión, ni de producción, ni de productividad. Las bolsas de valores donde centran sus ahorros gran parte de los norteamericanos cayeron y quedaron en letargo.
De allí, el gran interés de Trump por limitar cualquier medida que conspirara contra la continuidad productiva. Es que el Covid-19 diluía el capital electoral acumulado como consecuencia de un estado de angustia económica en las empresas y en los particulares.
El propio Trump sabe que aún son mayoría los norteamericanos que no quieren confinamientos, ni nada que se le parezca. Son quienes no quieren perder sus empleos, ni cerrar sus comercios, ni sus industrias. De allí que apueste a un discurso productivista, muestre optimismo, se exhiba sin máscara y contradiga a los expertos sanitaristas que lo rodean.
Algunos números comienzan a darle la razón. Ocurre que la recuperación económica muestra signos positivos a una velocidad inesperada. En abril 2020, la tasa de desempleo –después de cerrar en menos del 5 por ciento el año anterior- superaba los 14,7 puntos de la población activa. En junio 2020, quedó reducida al 11 por ciento.
En mayo 2020, fueron creados 2,5 millones de empleos. En junio, 4,8 millones de puestos de trabajo suplementarios. Aún restan por recuperar 15 millones de empleos para alcanzar los guarismos excepcionales de febrero pasado, cuando fue verificado el porcentaje más bajo de desocupación desde finales de la década de 1960.
¿Alcanzará para dar vuelta las encuestas? Nadie lo puede predecir.
Los de afuera
Los de afuera parecen quedar limitados a China. No es que todo haya cambiado con los demás pero China ocupa casi todo el escenario. De los demás se habla, pero no mucho. De Venezuela, de Irán, muy recientemente de Siria y su pseudo elección legislativa, de Israel a la que se le frenaron los ánimos en materia de aplicación unilateral del Plan de Paz elaborado por el yerno del presidente. De Corea del Norte y de Cuba, silencio de radio. De Rusia, mejor no hablar dado que no está resuelto el espionaje sobre la campaña de Hillary Clinton. Mucho menos de Ucrania y los favores que el presidente solicitó a su colega Volodimir Zelenski para que espíe a… Biden
Poco de Europa y las controversias sobre comercio e impuestos. Particularmente el tema de la tributación de los GAFA –Google, Amazon, Facebook, Apple- a los que el presidente francés Emmanuel Macron pretende cobrarles impuestos, algo que el presidente Trump no acepta y amenaza con aplicar tasas a productos franceses, entre ellos el champagne.
La casi totalidad de la atención va dirigida a China. Es el adversario. ¿El enemigo? Todo indica que una nueva guerra fría se instala en el mundo entre los gigantes asiático y americano. Se trate de la Ley de Seguridad china contra el movimiento democrático en Hong Kong; se trate de la agresiva y amenazante presencia de navíos de guerra chinos en el Mar de China Meridional; se trate de la situación de Taiwan. Se trate de la guerra contra Huawei en materia de la red 5G; se trate del dumping comercial, del no pago de patentes o del espionaje industrial. Se trate, finalmente, del coronavirus y su origen no dilucidado, al que el presidente y sus colaboradores bautizaron como “virus chino” o “virus de Wuhan”.
Se trate de lo que se trate siempre la administración Trump no pierde oportunidad de acelerar y proclamar al presidente como campeón frente al “bando de los malos” cuyo jefe es el presidente chino Xi Jinping.
Desde la visita oficial y majestuosa a la India, país enfrentado con la China del Partido Comunista desde la independencia en 1948, hasta la expulsión de los diplomáticos y el cierre del consulado en Houston, Texas, bajo acusaciones de espionaje, el presidente no pierde ocasión de mostrarse firme y duro.
¿Sirve electoralmente? Probablemente, sí. Las encuestas dicen que los norteamericanos consideran a China –otrora su país preferido hasta 1949 a la llegada del comunismo- como un país fuera de la ley, que les roba empleos, tecnología y conocimientos.
En síntesis, el nivel de recuperación económica, la firmeza frente a China y la rienda corta ante los radicales parecen ser las armas del presidente Trump para lograr su reelección. El coronavirus y el silencio, las de su rival, Joe Biden.
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