El mundo asiste, desde hace unos años, a un auge de los llamados gobiernos fuertes en una gama que va desde el totalitarismo chino hasta el actual populismo norteamericano con variantes, en el medio, que reparten, en distintas proporciones, ambas características.
La Rusia del presidente Vladimir Putin (67 años) no escapa a tal estado de cosas. No se la puede calificar de totalitaria porque las elecciones se llevan a cabo y porque la oposición existe. En todo caso, existe como puede.
Tampoco entra de lleno en la categoría de populismo por cuanto la economía rusa no está en condiciones de soportar una distribución forzada desde el Estado sin correr graves riesgos de desestabilización productiva. No obstante, guarda semblanzas de ambos. No es totalitaria pero sí es autoritaria. No es populista, pero no parece muy dispuesta a tolerar un mercado que asigne recursos sin intervención del Estado.
Alguien puede pensar “entonces, es un híbrido”. Probablemente la calificación no resultaría inapropiada. Solo que, si es un híbrido, al frente de su gobierno aparece un líder de talla, sin hibridez de ningún tipo, el presidente Putin.
Discutible y discutido, mucho más fronteras afuera que para adentro, el presidente ruso exhibe una continuidad que va más allá de una concepción republicana, de una división de poderes y de una vigencia plena del estado de derecho. Es, casi, un monarca.
“Mi constitución”
Claro que las monarquías son, por lo general, vitalicias. En tanto que las repúblicas, no. Existen sí ejemplos de presidentes que reformaron constituciones para proclamarse de por vida. Pero fueron casos que ocurrieron –y ocurren- en países del otrora llamado Tercer Mundo. En Rusia, lo de para toda la vida no va. Pero funciona aquello, solo un poco menos grosero, de reformar la Constitución a medida de quién la reforma.
El presidente de la Federación de Rusia, Vladimir Putin, llegó al poder en 1999. Es un abogado, graduado con honores en la Universidad Estatal de Leningrado, su ciudad natal, actual San Petersburgo. Renglón seguido ingresó al Comité de Seguridad del Estado, mucho más conocido como KGB, organismo que cumplía tareas de inteligencia exterior y de seguridad interna, a la vez. Prestó servicio fuera del país, en la muy bella ciudad de Dresden, ex República Democrática Alemana, aquel satélite soviético hoy desaparecido, con su territorio integrado en la República Federal Alemana.
Con la caída del Muro de Berlín, en 1989, el hoy presidente ruso retornó a San Petersburgo. Fue asesor del rector de su alma-mater y luego trabajó con el muy popular alcalde de la ciudad Anatoly Sobchak. De allí pasó a Moscú, donde el expresidente Boris Yeltsin lo designó subdirector del Servicio Federal de Seguridad, el organismo que reemplazó a la KGB. En 1999, alcanzó la vicepresidencia del país y el último día de ese mismo año, con la renuncia del expresidente Yeltsin, llegó a la primera magistratura, de manera provisoria hasta las elecciones de marzo de 2000.
Debido a su gran popularidad, tras relanzar y vencer en la denominada Segunda Guerra de Chechenia, el nuevo líder no tuvo inconvenientes en consagrarse con un triunfo electoral con el 53 por ciento de los votos. Desde entonces, a la fecha, 20 años, el presidente Putin maneja la totalidad de los hilos del poder ruso.
Producto de un crecimiento económico exponencial y de una reducción significativa de la pobreza, logró una resonante reelección en 2004, esta vez con el 71,3 por ciento de los votos. Cuatro años después, respetó la cláusula constitucional que prohibía una re-reelección y designó sucesor al entonces primer ministro, Dmitri Medvédev (54 años). Para sí, enroque de por medio, reservó el cargo de primer ministro.
Retorno triunfal en 2012, ahora con el 63,6 por ciento de apoyo y con acusaciones de fraude. Con reelección, por cierto, en 2018 –ampliación en dos años más del período presidencial mediante- que ganó con el 76,7 por ciento. Y hasta aquí llegó la historia. Mejor dicho, hasta aquí debería haber llegado, porque como indica el manual del buen autoritario, si la Constitución no te ampara, cambiás la Constitución y listo.
Buen alumno, el presidente Putin lo hizo. No cambió la cláusula de los dos mandatos sucesivos, solo que, claro, con la nueva Constitución la cuenta arranca de cero. La trampita universal, que le dicen. En síntesis, puede ser candidato en 2024, al término de su actual mandato. Y si reelige, puede volver a serlo en el 2030. O sea que, si todo va bien, tenemos presidente Putin hasta el 2036.
Si bien nadie discute la confirmación electoral de la reforma, el 77 por ciento de votos a favor y el 65 por ciento de participación siembran dudas por doquier. Cierto es que el cambio constitucional incluye otras materias que la mera reelección. Un total de 46 enmiendas fueron propuestas a la ciudadanía. Dentro de ellas, figuraba la cuestión de los mandatos. Disimulada. Muy disimulada. En la campaña y en el debate. De manera inteligente, la discusión no pasaba por allí.
Entre las 46 enmiendas figuraban cuestiones simbólicas pero, a la vez, sensibles como introducir la mención de Dios, la definición del matrimonio como una institución heterosexual, la defensa de la “verdad histórica” sobre la Gran Guerra Patriótica (Segunda Guerra Mundial), la protección de la lengua rusa, de las fronteras rusas y hasta… la defensa de los derechos de los animales. En síntesis, para todos los gustos.
Más afuera
Mientras el presidente Putin continúe en el poder, nadie se siente seguro en Polonia ni en la República Checa, ni siquiera en Finlandia. Una inseguridad que se acrecienta en la medida que el nacionalismo del ocupante del Kremlin redibuja la historia, en particular, la de la Gran Guerra Patriótica, como conocen los rusos a la Segunda Guerra Mundial, para los occidentales.
Nadie ignora los sacrificios y el heroísmo demostrado por el pueblo soviético –rusos y demás nacionalidades-, pero de allí a estimar que la victoria fue obra solo del Ejército Rojo, a determinar que el pacto nazi-comunista entre Ribbentrop y Molotov fue culpa de polacos y occidentales, a ignorar la colaboración en armamento y en recursos de los Estados Unidos o a acusar de genocidio a Finlandia por las llamadas “guerra de Invierno” (1939-40) y la “de Continuación” (1941-44), parece haber un largo trecho. El revisionismo histórico que preconiza el presidente Putin es, en el fondo, un justificativo en política interna para el intervencionismo creciente ruso en distintas latitudes.
Fue el 13 de mayo de 2020, cuando Angela Merkel, la canciller federal alemana, sintió colmada su paciencia y acusó, públicamente, a Rusia por el ciber espionaje sobre organismos oficiales y empresas alemanas. Recientemente también, el 27 de junio, y más allá de la intención del gobierno norteamericano de reducir la gravedad del incidente y de la desmentida del gobierno ruso, la información sobre el pago ruso a los Talibán afganos para que maten soldados norteamericanos reviste una gravedad singular.
Para algunos observadores, este nuevo presidente Putin, que abandona la prudencia y embate a diestra y siniestra, es consecuencia del deterioro de su popularidad que no desmiente el abultado “score” de la reforma constitucional.
Según ellos, el voto por la nueva Constitución no debe interpretarse como un apoyo al gobierno, sino como un voto contra la inestabilidad y contra la incertidumbre que genera en el imaginario colectivo la idea de una Rusia sin el presidente Putin.
Tal vez, por dicha caída de la popularidad, es que el propio presidente pidió la renuncia a sus ministros y produjo un recambio que llevó, al poco conocido especialista en impuestos, Mijail Mishustin (54 años), luego contagiado por coronavirus, al cargo de primer ministro. Muy respetado en lo suyo, el nuevo primer ministro, fanático del hockey sobre hielo, logró la nominación en la Duma –el Parlamento ruso- por unanimidad, incluidos los votos de los opositores. Al parecer, un intento de recuperar prestigio.
COMENTARIOS