Hace algunos años, en la facultad, un profesor me dijo que “a los plaguicidas hay que tratarlos con respeto”. A partir de ahí empecé a investigar respecto del porqué de dicha aseveración y encontré algunos datos que me ayudan a comprender el fenómeno.
El primero de ellos es del año 2009, en donde el doctor Andrés Carrasco, jefe del Laboratorio de Embriología Molecular de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigador del Conicet, alertó, en el primer estudio de laboratorio en Argentina sobre el tema, que “concentraciones ínfimas de glifosato, respecto de las usadas en agricultura, son capaces de producir efectos negativos en la morfología del embrión, interfiriendo mecanismos normales del desarrollo embrionario”, y que “los resultados comprobados en laboratorio son compatibles con malformaciones observadas en humanos expuestos a glifosato durante el embarazo”.
Asimismo, un informe de mayo de 2012 del Ministerio de Salud de la Nación, confirma que “en las poblaciones expuestas a los agroquímicos hay un 30 por ciento más de casos de cáncer que en otras de zonas no expuestas”, y señala que “las malformaciones en estas zonas se cuadruplicaron en diez años”.
Otro dato: la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), que depende de la Organización Mundial de la Salud (OMS), dictaminó en marzo de 2015 que “el glifosato es, probablemente, cancerígeno para seres humanos”. Esta categorización significa que hay “limitada evidencia de que produzca cáncer en humanos y suficiente evidencia de que produce cáncer en ensayos con animales de laboratorios”. También se dice allí que “causa daño en el ADN humano”.
Hay más: en un estudio denominado “Plaguicidas. Los condimentos no declarados”, realizado por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) realizado entre noviembre 2014 y abril de 2015, se analizaron 60 muestras de frutas y verduras, y se encontró plaguicidas en el 83% de los cítricos (naranjas y mandarinas) y zanahorias, en el 78% de los morrones, y 70% en verduras de hoja (lechuga y acelga). Es decir que ocho de cada diez tenían tóxicos. Los venenos detectados fueron: insecticidas y fungicidas.
Otro riguroso estudio científico que se publicó en el INTA a fin de 2015 indica que los plaguicidas más utilizados en Argentina permanecen en el suelo entre cuatro días y seis meses, y que el uso intensivo de herbicidas no se refleja en un mayor rendimiento. Es decir que se trata de una permanencia peligrosa.
Además, otra investigación de la UNLP, en este caso realizada por el Espacio Multidisciplinario de Interacción Socioambiental (EMISA), descubrió en 2015 que el 100% de los algodones y gasas estériles contiene glifosato (como decíamos antes, una herbicida potencialmente cancerígeno según la OMS). Y en menor porcentaje, estas sustancias también están presentes en hisopos, toallitas y tampones. Es que la mayoría de la producción de algodón en el país es transgénica y, como se sabe, lo que se fumiga es el capullo.
Un trabajo de la asociación civil BIOS determinó en julio de 2015 que el 90% de las personas que participó en un estudio realizado en el partido bonaerense de General Pueyrredón tenía glifosato o su metabolito en la orina. Del estudio formaron parte tanto habitantes de áreas urbanas como de zonas rurales.
Un caso a tener en cuenta es el de Canals, un pueblo ubicado al sur de Córdoba, en donde se quintuplica la tasa nacional de muertes por cáncer. Es que tiene una tasa de 610 muertes por cada cien mil habitantes a causa de esta enfermedad, mientras que la media nacional es de 115. Los médicos sostienen que, obviamente, el patrón de enfermedades cambió, y se trata de una localidad rodeada por este tipo de agricultura.
Para cerrar, es importante decir que en 1990 en Argentina se utilizaban 35 millones de litros de agroquímicos, mientras que, en el año 96, cuando se aprobó la soja transgénica, ya se usaban 98 millones de litros. En 2011, los campos argentinos se rociaron con 370 millones de litros de agroquímicos, es decir que en 20 años aumentó un 1057% (más de mil por ciento) el uso de estos productos. Esto se debe a que en 2003 la soja ocupaba doce millones de hectáreas, mientras que en 2012 ya había aumentado a 19,8 millones de hectáreas. Y en 2013 la superficie sembrada con este tipo de cultivo se elevó a 20,5 millones de hectáreas.<
(*) Abogado. Docente de Derecho Ambiental de la Unnoba.
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