La historia de la humanidad es, sobre todo, la historia de sus ideas; ideas que se transforman en cantos, epopeyas, palacios o batallas y, también, en sus instituciones políticas. Tal vez, algún día, siguiendo la dialéctica hegeliana, llegue el final de esta historia y descubramos “el verdadero entendimiento de la naturaleza humana” y, con ello, la solución a nuestras miserias y la forma de vivir todos juntos en armonía y paz. Mientras tanto, nos toca seguir buscando narraciones que justifiquen nuestros sueños o que enmascaren nuestras pasiones y dejar que las prácticas cotidianas que se derivan de las ideas y emociones dominantes nos permitan ver errores y corregir caminos, nos permitan, en definitiva, progresar.
Pero para seguir en esa búsqueda ineludible, para poder continuar llamándonos humanos y renovar nuestras ilusiones, nuestro temblor ante la belleza y nuestra capacidad de arrastrar juntos la efímera carga de la existencia, la humanidad tendrá que evitar que la historia, nuestra historia, nos la narren la técnica y sus máquinas. Como señala Heidegger en La pregunta sobre la tecnología, el problema de la tecnología es que no es meramente un fin, un instrumento o producto de la actividad humana, sino que es una forma de entender el mundo, una “revelación”.
La técnica, nacida para hacernos el mundo más placentero, se desembaraza de su condición auxiliar a la existencia y se convierte en un fin en sí mismo. Lejos de hacerse cuerpo y sostén nuestro, apoyo ineludible para nuestros sueños y nuestras ilusiones, como reivindica la visión orteguiana, va dominando y transformando el mundo sin respetar a quien la crea. La pretensión de un progreso permanente hacia un mejoramiento biotecnológico de la raza humana, nos guste o no; la generación de máquinas inteligentes hasta que puedan pensar por sí mismas; el vaciamiento del concepto de humanidad y su sustitución por meras reacciones químicas y algoritmos; son conceptos y fines tecnológicos que nuestros hijos empiezan a dar por sentados, son interpretaciones tecnológicas del ser. ¿Pero, son nuestras? ¿Podemos transformarlas para nuestro bien?
Estas reflexiones me llevan a la relación que la técnica tiene hoy en día con la política. La política es lucha por el poder, sin duda, pero es también la respuesta social a la tensión agonística de vivir juntos. Es una función social que abre un espacio para debatir sobre nuestros intereses y también sobre nuestros sueños. Damos poder a otros seres humanos confiando en su capacidad para traernos un mundo mejor, aunque sea en migajas. Y construimos instituciones para que esa interacción sea pautada y nos evite la guerra civil permanente. Pero poco a poco la tecnología está penetrando en la esfera pública alterando fines y desnortando ideales. Algunos pensábamos que las redes sociales impulsadas por las tecnologías digitales abrirían espacios de comunicación política horizontal, que las ideas que construiríamos juntos llevarían a consensos sobre cómo afrontar nuestros retos. Creíamos que, en la esfera pública digital, en ese nuevo mundo de “la acción”, en terminología de Arendt, convivirían seres libres e iguales que debatirían y reconocerían buenos argumentos.
La técnica ha penetrado definitivamente en el mundo político como instrumento para alcanzar o mantener el poder. El uso del big data para manipular nuestras emociones, la mentira sintética que da el pego de ser verdad, los trucajes de voz e imagen, la construcción mediática de narraciones simples para evitar la complejidad de los pactos sensatamente construidos, todo ello ya es parte de nuestra democracia. En principio, podríamos pensar que son instrumentos útiles para un fin legítimo: reforzar el poder. Pero si ahondamos un poco parece claro que moldean las interacciones políticas y su relación con el mundo, ponen el foco en el desarrollo de técnicas cada vez más sofisticadas para dominar. Más aún, implican un triunfo de la amoralidad en la política, una apoteosis del nihilismo del poder por el poder. ¿Dónde quedan los ideales de libertad o la búsqueda razonable de sociedades decentes? Reducida la política a tecnología, la ciudadanía se convierte en objeto y no sujeto de la vida pública.
Los políticos, que usan tales técnicas, probablemente creen que son medios oscuros para un fin noble. Lo que no parecen saber es que esos medios son ya el fin. Ellos marcan lo que será la política del futuro. Ellos destruirán a sus gestores y, con ello, tristemente, a nuestras democracias si no dominamos su mediación. ¿Estamos a tiempo de hacer algo? ¿Es la política ya irremediablemente tecnología? Creo que aún podemos reaccionar, pero para ello debemos entender que las técnicas implican valores e interpretaciones de la existencia. Que nuestros ideales de verdad, libertad y cooperación deben estructurar su diseño. Que nuestras leyes deben marcar sus límites. Y que nuestra responsabilidad es combatir a los políticos que se ponen en sus manos.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.
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