La década de los años sesenta fue, a mi entender, una de las mejores de la literatura argentina. Comprendiendo como tal al segundo lustro de la década anterior y comienzos de los años setenta. Colaboró para ello la aparición de títulos y autores muy señalables; así como también la aparición de jóvenes valores que dio el testimonio de excelentes tramas y no menos excelente poesía. Uno de los autores inteligentes de aquellos años fue José Antonio Ginzo “Tristán”.
Había residido largos años en Paris, y libros suyos vieron la luz edita (“ 50 Caricaturas”, “ 150 Caricaturas”, y “Qué es y qué pretende, qué oculta el llamado revisionismo histórico” y de 1961 “Franqueo Simple”). Conocedor de un muy correcto francés, Tristán hace pie en Buenos Aires, ciudad en donde lo conozco y comencé a tratar.
Socialista de política, profundo conocedor de la historia argentina y de la literatura del país, poseía una conversación ágil e inteligente. De afables y educadas maneras, era habitual en él verlo animar las hermosas tertulias en la casona de la calle México o en las del Tortoni.
Había radiografiado al hombre argentino y me atrevería a decir que junto con Raúl Scalabrini Ortiz conocía los vericuetos de nuestra sensibilidad, de nuestras heroicidades y fundamentalmente de nuestras morondangas. “Franqueo simple” es prueba elocuente de todo ello. De prosa ágil, simpática y por momentos rozando un humor ácido. Tristán ejerce el magisterio de la caricatura oral donde desfilan hombres de la política, geografías urbanas de entrañable recuerdo, argucias y picarescas nacionales, que al leer el libro convenimos que lamentablemente somos así como él nos pinta.
Nos conocimos y sentimos la amistad y la complicidad inteligente de poder burlarnos de nuestras propias flaquezas. Pero en donde me siento deudor es en el haberme presentado a los mejores escritores argentinos de la época. Bernardo González Arrili, Ulyses Petit de Murat, Beatriz Guido, María Granata, el profesor Roberto Giusti, Oliverio Girondo, Enrique de Gandía y otros desfilan por mis pensamientos, haciéndome tangible y humana a nuestra literatura.
Cuando llegó a Buenos Aires lo acogió “La Vanguardia” y “Crítica”, y tanto su palabra como sus dibujos fueron patrimonio de un Buenos Aires irrecuperablemente perdido. Hoy pienso que si hubiese grabado las tertulias del Tortoni o de la Giralda, tendría en mis manos los originales de un libro casi imposible de valorar.
Tristán fue el que creó el emblema de Asterisco y que Santiago Zunino llevó al metal de plata para que sus integrantes la lucieran en los sacos o en el delicado broche de las damas. Sin dejar de mencionar que tuvo la ocurrencia de firmar su apellido con números. Escribía novecientos once mil ciento treinta y podíase leer Ginzo.
“Franqueo simple” mereció la Faja de Honor al año siguiente de su aparición y la crítica lo señaló como una obra inteligente y sagaz. Decía siempre confiar en mí. Me alentaba y leía atentamente lo que yo escribía para el diario – en la sección Cultura de la Prensa de Gainza Paz-. Solía decirme “algún día se van a dar cuenta que sos de los mejores, no lo esperes ahora, ya verás…”
Esa generosidad suya me bastaba para lidiar en un Buenos Aires donde cada escritor o poeta, conocido o no, pensaba que podía dejar su nombre en la limitadísima memoria de los que no se olvidan. Hoy, al cabo de los años y con la experiencia que la vida me da, creo escuchar sus palabras y una tenue sonrisa se distiende los labios y me llena de dulzura el corazón.
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