Hace años yo prestaba servicios en el Instituto Superior del Profesorado Junín, la muy querida casa de estudios terciarios de nuestra ciudad. Además, era miembro del Instituto de Cultura Hispánica que presidía el doctor Arrimondi Pieri, un docente de Buenos Aires con quien llegué a entablar una afectuosa amistad y una simpática complicidad por las reuniones extra curriculares del Instituto que aún hoy recuerda una querida ex compañera y colega, Silvia Poggi.
Llega la fecha aniversario de fundación del Instituto y todos nos preparábamos para celebrarlo, en esta oportunidad con un agregado muy señalable: habíamos decidido que nos acompañara Jorge Luis Borges.
A la mañana de aquel día, Borges estaba con nosotros. Habiéndome presentado a la hora indicada, me entero que el escritor quería conocer la calle que lleva el nombre de su abuelo. Se había comprometido a llevarlo en automóvil la señorita Iparraguirre. Cuando llegó se planteó un problemita: en el Fiat 600 no entrábamos Borges ni yo. Alguien sugirió caminar. Borges entonces preguntó si quedaba lejos. Le dijimos que no. La comitiva disminuyó y quedamos Borges, María Matilde del Rosso y yo. Iniciamos el camino y Borges me toma del brazo.
Caminamos las cuadras de rigor hasta que al fin le digo a mi compañero de caminata que habíamos llegado a la calle Borges. Y fue entonces cuando sencillamente el ilustre visitante me dice “descríbamela”.
Confieso que tuve que apelar a mis conocimientos del Junín de antaño, del inicio del adoquinado y el tedioso estilo italianizante de construcción de edificios, matizado de vez en cuando por el estilo inglés de algunas manifestaciones aisladas.
Pero, ¿cuál era el verdadero destino que teníamos que cumplir? Se llamaba Club Los Indios, cuyas autoridades, previamente convenido, esperaban al visitante.
Y llegamos. Fuimos recibidos por el presidente del club e ingresamos. Entramos a las puertas de un gran gimnasio en donde se estaba disputando un encuentro de básquet.
Cuando avanzamos, el árbitro hizo sonar un pitazo y el cotejo se interrumpió. Los jugadores, muy jóvenes, formaron fila uno al lado del otro en el medio del perímetro de juego, Borges se adelantó y estrechó la mano de cada jugador. Un señor, no recuerdo quién, le hizo entrega en calidad de obsequio de un coqueto banderín de la institución, que Borges guardó en un bolsillo de su abrigo. Cuando concluyó la breve ceremonia y salimos a la vereda, Borges retira el banderín del bolsillo, me lo da y me pide que le diga qué dice. Despliego el banderín y leo: “Certamen juvenil de básquet María Eva Duarte de Perón”, el nombre del club y el año.
Borges me agradeció y guardó nuevamente en el bolsillo el banderín. Me consta que esta visita a un club deportivo fue la única a la que Borges asistió en toda su vida, como así también que en Buenos Aires ignoran este suceso.
Del banderín poco sé, no recuerdo si lo conservó, si me lo dio o qué habrá hecho con él “Piadosis est”, como dirían los latinos.
Y emprendimos el regreso. Esta vez sí en automóvil. Pero la historia no concluyó aquí. Tiene un segundo capítulo que tal vez usted pueda leer.
RECUERDO DE LA VISITA DEL GRAN ESCRITOR
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