La política del gobierno de Mauricio Macri respecto a los servicios públicos es una mezcla explosiva de aumentos desproporcionados y prácticamente confiscatorios, el rechazo a lo dispuesto por la Corte Suprema de Justicia respecto a este tema, y la clara preferencia a favor de las empresas por sobre los usuarios, a quienes en vez de garantizarles sus derechos los pone en jaque con subas tarifarias irracionales que atentan contra las economías familiares.
Desde inicios de su gestión, el Gobierno nacional basó su política respecto de los servicios públicos esenciales (energía eléctrica, gas natural, servicio de agua y cloacas) en la reducción de subsidios y la actualización del retraso provocado por el congelamiento de los cuadros tarifarios, con la intención de buscar equilibrio fiscal y comercial y reducir el gasto público, y una optimización de la infraestructura y equipamiento para mejorar la calidad del servicio.
En ese contexto, la Corte produjo el llamado “fallo CEPIS”, mediante el cual estableció los criterios que deberían imperar en los reajustes tarifarios sobre los servicios públicos: partió de reconocer el contexto socioeconómico y el estado general de la prestación de los servicios e instó a los funcionarios a tener especial prudencia y rigor al definir cambios tarifarios, hacerlo con transparencia y asegurando certeza, previsibilidad, gradualidad y razonabilidad como principios rectores de la política tarifaria.
Sin embargo, durante todo este tiempo la “razonabilidad” del Gobierno apuntó, únicamente, a la perspectiva empresarial y su afán de lucro, en perjuicio del resguardo de los usuarios y la restricción de derechos a los que quedaron expuestos. El carácter confiscatorio y desproporcionado de los aumentos los vuelve irrazonables porque afectan una porción excesiva de los ingresos de los usuarios.
Por otra parte, al referirse a la “gradualidad”, la Corte apuntó a que la recuperación del retraso invocado -y recuperado- por las empresas se aplicaría de modo tal de permitir la previsión de los usuarios dentro de la programación económica individual o familiar, así como el control del consumo, como forma de amortiguar el impacto de la suba.
Ante todo, el máximo tribunal judicial de la Nación subrayó la obligación del Estado de prestar atención a la realidad socioeconómica de los usuarios, y los jueces consideraron que un cálculo tarifario desmesurado o irrazonable generaría, además de la imposibilidad de los usuarios de acceder al servicio, altos niveles de incobrabilidad y terminaría afectando el financiamiento y, por tanto, la calidad y continuidad de la prestación.
Hoy nos encontramos con que los aumentos tarifarios provocaron un profundo deterioro en la capacidad de consumo de las economías en los hogares: mientras la actualización del salario mínimo vital y móvil entre 2015 y 2018 fue de un 129% y la de los ingresos medios de las familias se ubicó en el 103%, el gas experimentó subas cercanas al 1.700%, la luz superó el 4.000%, y los servicios de agua y cloacas rondaron el 260% de promedio en el mismo periodo.
Ahora bien, si a esta realidad sumamos los aumentos proyectados para los próximos meses, la caída de las ventas minoristas o el alto porcentaje de la capacidad ociosa de la industria, nos encontramos con que una mejora para la economía de los hogares parece cada vez más lejana.
Mientras la política del Gobierno siga siendo la dolarización de las tarifas de los servicios públicos, sin una contención efectiva del valor de la moneda estadounidense, seguirá transfiriendo su impericia a la economía de los argentinos.
Además, los anuncios respecto a los aumentos proyectados vuelven a plantear el interrogante sobre su legalidad a la luz del ya comentado fallo de la Justicia y no hace otra cosa que castigar nuevamente el bolsillo de los que menos tienen, de las familias más humildes y vulnerables.
(*) Defensor del Pueblo de la provincia de Buenos Aires
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