A los siete minutos del segundo tiempo, Wilfredo Caballero intentó un sombrero que terminó en tragedia para la Argentina; el número 18 adivinó que el pase quedaba corto y madrugó al arquero para abrir el marcador a favor de Croacia.
La selección entró en pánico contagiando de desesperación a la mayoría del estadio que estaba de nuestro lado, pero también al relator. El cabezón Ruggeri, que oficiaba de comentarista de la transmisión intentó poner mesura y dio en la clave “son cosas que pasan en un mundial, no pasa nada; ahora se va aver de que está hecha esta selección”.
Los cuarenta minutos siguientes confirmaron el peor de los miedos; Argentina no estaba hecha de nada, no tuvo nunca la capacidad de reponerse a la adversidad que necesita cualquiera que pretenda alzarse con la copa. Ni hablar de un proyecto futbolístico; de un plan de contingencias.
Algo parecido le ocurrió a la economía argentina en 2018. Con el correr de la pelota, en los primeros cuatro meses del año ya desnudaba algunos de sus problemas; el riesgo país trepó 80 puntos, el Congreso aprobó un mamarracho de impuesto a la renta financiera, la inflación se resistía a bajar. En la última semana de abril vino la tragedia, en parte autogenerada y en parte no; Estados Unidos subió las tasas de interés y los capitales especulativos huyeron de los países emergentes generando una devaluación masiva que con particular virulencia castigó al peso argentino.
Ese episodio nos mostró de qué estaba hecho el plan económico; cuán fina era la cornisa por la que transitaba el gradualismo.
Sin financiamiento externo, el intento de ir reduciendo paulatinamente el déficit fiscal chocaba con la imposibilidad de financiar la transición. La deuda y el déficit son dos caras de la misma moneda. Si Cambiemos hubiera asumido con superávit fiscal y sin default, no habría necesitado colocar ninguna deuda nueva y por lo tanto no se hubiese expuesto al riesgo de que dejaran de prestarnos. Pero claro, ese razonamiento pertenece a la familia de los contrafactuales; comparte la raíz conceptual de los que sostienen que, si Armani hubiera atajado de una, nunca nos habrían hecho ese estúpido gol. Pero Armani no fue titular desde el arranque y Cristina no entregó con superávit.
La magnitud del déficit era tan grande que tampoco estaba en el menú la posibilidad de financiarlo localmente, porque, además, el ahorro doméstico apenas sumaba 14 puntos del PBI y resultaba insuficiente para soportar los 8 puntos de déficit fiscal consolidado que tuvimos en 2016.
Peor aún; los mercados olieron la rata. Con el financiamiento externo cerrándose y el ahorro interno insuficiente, el gobierno iba a tener que hacer un ajuste brutal. El problema es que la huida de los capitales anticipando ese ajuste operó en la práctica como una profecía autocumplida. Si todos los que tienen pesos prevén una devaluación y buscan anticiparse comprando dólares, el valor del billete vuela por los aires y eso fue lo que sucedió.
Plan C
Agotado el “gradualismo” y sepultado el breve interregno del “gradualismo acelerado”, llegó el shock que la ortodoxia y algunos pragmáticos pedíamos desde el arranque. En un contexto de alta confianza en la economía es esperable que el mayor ahorro público financie una expansión de la inversión privada, por lo que las políticas de ajuste terminan siendo expansivas en el mediano plazo, pero si la contracción del gasto se produce en un contexto de caída en la confianza, las chances de una reactivación sostenible de la economía son muy bajas y solo queda esperar la posibilidad de un rebote, como el que siempre sobreviene a una devaluación, cuando los consumidores finalmente digieren el dólar a 40 y se estabilizan las expectativas.
Es cierto que el 80% de la desconfianza, medida por el riesgo país, no está concentrada en lo que puede sucederle a la economía el año que viene, sino recién a partir del 2020, pero buena parte de ese peligro latente tiene que ver con el resultado del proceso electoral.
Una economía más sana
Cualquiera que sea el veredicto de las urnas, la economía que recibirá el nuevo gobierno será mucho mejor que la que había en el 2015. Es cierto que no habrá bajado la pobreza y que lainflación continuará alta y también es verdad que el ingreso per cápita de los argentinos será menor.
Pero quien asuma en diciembre del año que viene encontrará un dólar libre y muy competitivo que además equilibró el déficit externo, un 70% de la corrección de tarifas hecha y un déficit fiscal que, aun contemplando todos los pagos de intereses de deuda, será menos de la mitad del que había cuatro años atrás. Por si eso fuera poco, el país acumulará 18 meses sin beber del vicio de financiar al Estado dándole a la maquinita de la fábrica de billetes
También se topará, claro está, con una deuda mucho mayor, que no es otra cosa que la acumulación del déficit fiscal de los últimos cuatro años, sumada a la parte de la deuda que el gobierno anterior escondió debajo de la alfombra y este gobierno blanqueó; léase buitres +jubilados + coparticipación provincias + deuda flotante.
En Argentina las crisis ya no sorprenden; somos cuarenta y cuatro millones de sobrevivientes.
La pregunta es la misma de Ruggeri: ¿de qué estamos hechos? ¿Aprenderemos del último choque, o seguiremos cometiendo los mismos errores?
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