El fantasma de otra década perdida
Desde el fin del boom de las commodities y el inicio del segundo mandato de Cristina Kirchner, pasando por el actual período presidencial, se ven patrones en común: auxilio a través del FMI, sobreajuste y tendencia recesiva.
La década del 80 del siglo XX pasó a la historia como la década perdida por el impacto del etéreo que tuvo la “crisis de la deuda” sobre el crecimiento y los indicadores sociales. Mientras la Argentina se debatía sin encontrar solución al sobre endeudamiento externo, los préstamos del FMI permitían mantener los pagos, pero sólo al costo de prolongar una agonía que culminó en la hiperinflación de 1989.
Hoy nos encontramos nuevamente frente a un problema externo asociado a la sostenibilidad de la deuda pública. Y como en aquella oportunidad, la tentativa de ajuste está bajo la tutela del FMI. El punto de partida es por cierto diferente: al menos por ahora, el desajuste parece ser de liquidez y no de solvencia. Además, el riesgo de una corrida bancaria es bajo porque el nivel de dolarización del sistema no es abultado. No obstante, existen importantes similitudes entre la situación actual y el episodio de aquella década perdida.
Primero, el rol del FMI no cambió sustancialmente: su principal objetivo es intermediar entre deudores y acreedores para asegurar que los desequilibrios en un determinado país no dañen al sistema monetario y financiero internacional. Es lógico que así sea porque para eso fue creado.
Pero por tal motivo, más allá de la retórica, su foco no está puesto en el crecimiento, la pobreza o la distribución del ingreso del país deudor, al menos mientras su evolución no comprometa la corrección del desequilibrio externo. La preocupación sobre los costos del ajuste y su distribución interna queda entonces en manos de la política doméstica. Que el FMI aparezca como garante de la cuestión social es señal de debilidad y no de fortaleza del país deudor.
Segundo, no debe sorprender que la economía se “sobreajuste”. Las correcciones propuestas por el Fondo implican reducir a un tiempo el gasto público y el gasto privado; la interacción entre ambos asegura que los efectos sobre el nivel de actividad van a ser de magnitud suficiente como para reducir las importaciones y permitir que la balanza comercial comience a dar resultados positivos con relativa rapidez.
Pero el costo es alto: como resulta usual en los programas con el FMI, la pro-ciclicidad fiscal en un contexto de fuerte ajuste cambiario da como resultado una recesión más profunda de la requerida para corregir el desequilibrio. En este caso, además, tratar de cumplir la meta de inflación del acuerdo (una novedad en las condicionalidades usualmente impuestas por la institución) exigirá una política monetaria muy restrictiva, que reforzará los efectos contractivos de la devaluación sobre el gasto privado.
Tercero, reaparece el problema de la “doble transferencia”: si bien la corrección del desequilibrio comercial mejora el balance externo de la economía en su conjunto, el que debe conseguir los dólares para cumplir con los acreedores es el gobierno, mientras quien dispone de las divisas fruto de la mejora externa es el sector privado. El problema es más grave porque afecta no sólo a los flujos sino también a los stocks. Liberada la cuenta de capital, las divisas que ingresan por el comercio exterior pueden alimentar la salida de capitales. Así, se da la paradoja de que mientras el país como un todo tiene más activos externos que deuda, los activos están en poder del sector privado y la deuda en cabeza del gobierno. Esto aumenta la corrección necesaria del tipo de cambio, presiona al alza las tasas de interés y en el corto plazo refuerza las tendencias recesivas.
En síntesis, no hay dudas de que el plan de ajuste acordado con el FMI hará que este año el PBI se contraiga y es muy probable que la anemia recesiva se prolongue durante buena parte del año entrante. También se deteriorarán los indicadores sociales.
Pero sobre llovido, mojado: la elevada incertidumbre política, acrecentada desde la aparición de los cuadernos de Centeno, sumada a la persistente volatilidad del escenario internacional sacudido por la crisis turca, están empeorando las condiciones del ajuste. Así lo prueban la suba de la prima de riesgo-país y la renovada inestabilidad del mercado cambiario de estos últimos días, que dieron lugar a todo tipo de rumores y forzaron al Banco Central a subir la tasa de interés, volver a subastar dólares y acelerar el fin de las Lebac. Hacienda, por su parte, debió anunciar la suspensión de la rebaja en las retenciones.
Desde una perspectiva más amplia, el proceso en curso es la confirmación de una nueva década perdida, que comenzó con el fin del boom de las commodities y el inicio del segundo mandato de Cristina Kirchner y se prolonga a lo largo del actual período presidencial. Más allá de fluctuaciones cíclicas, el PBI por habitante a fin del año que viene no será muy diferente del de 2011.
Como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima. ¿Cómo lograr que esta vez el final sea diferente?
El deterioro de la situación demandará, muy probablemente, reformular las metas del acuerdo con el Fondo y solicitar auxilio financiero adicional. Será necesario, además, recuperar la iniciativa para dejar de correr detrás de la crisis y acertar en las correcciones de política económica que impone el nuevo contexto. Pero hacen falta tres condiciones políticas para intentarlo.
La primera, que la sociedad perciba que el sacrificio del ajuste es equitativo. La segunda, que tenga en claro cuál será la recompensa futura, lo que exige que el gobierno explicite el rumbo que propone para el mediano plazo. La tercera, recobrar la confianza perdida y brindar la mayor certidumbre posible sobre el rumbo económico inmediato y posterior al presente mandato, lo que requiere promover un amplio acuerdo con la oposición responsable. Por ahora, el Gobierno está en deuda en los tres frentes.
(*) Economistas (CEDES, UBA, UNSAM y CONICET)