"El desafío migratorio", "El drama de las migraciones", "La crisis migratoria", son algunos titulares que dan cuenta de la preocupación generalizada sobre esta cuestión.
Una de las primeras observaciones a tener en cuenta es la del verdadero volumen de estos movimientos de población. Actualmente sólo el 3,5% de las personas viven en un país diferente al que nacieron, un 1% mayor al de hace 50 años, y la mitad del porcentaje que se registraba a principios del siglo XX.
Asimismo, en dos de los lugares de mayor preocupación sobre el tema, Europa y los Estados Unidos, las migraciones han disminuido permanentemente en los últimos años.
En los Estados Unidos se ha registrado una baja de inmigración irregular, pasando de 418.816 arrestos en 2016 a 287.637, en 2017. Sólo el 34% de la migración mundial es del sur al norte, la mayoría está en países de su región.
El 86% de los refugiados está en países en desarrollo. El millón de refugiados que llegó a Europa en 2015 equivalía al 0,2% de la población europea, de 508 millones.
Por otra parte, ya desde la década de 1990, Japón y algunos países desarrollados de Europa comenzaron a preocuparse por la declinación y el envejecimiento de su población que se pronosticaba para los siguientes 50 años.
La preocupación
La migración como “población de reemplazo” comenzó a ser centro de preocupación. Según cálculos de las Naciones Unidas, en el caso de la Unión Europea, la población requerida para mantener el coeficiente entre la proporción de población en edad activa (15 a 64 años) y la población de tercera edad (65 años y más) alcanzaría un total de 13 millones anuales de migrantes.
Aun teniendo en cuenta este panorama, las migraciones son vistas cada vez más como una crisis, cuando en realidad lo que se observa es una “crisis humanitaria frente a las migraciones”. El indicador principal de dicha crisis es el del avance de la restricción del movimiento de las personas por sobre la cooperación para el desarrollo de los países de origen o la desactivación de los conflictos violentos, en muchos de los cuales han tenido injerencia directa países que ahora se niegan a recibir a las víctimas de los mismos.
Esta perspectiva securitista se expresa en la multiplicación de los “centros de detención”, ”de retorno”, ”de tránsito” destinados a internar a los migrantes en los lugares de llegada; el incremento de muros y vallas fronterizas (que superan los 18.000 kilómetros en el mundo); la "externalización" del control migratorio, que se manifiesta en la transferencia de fondos destinados al reforzamiento de controles y equipamiento militar para frenar las migraciones en países de origen o de tránsito, llegando en casos como el de Libia al financiamiento de mafias costeras; la prohibición de circulación, desembarco y abastecimiento de las naves rescatistas de ONG en el Mediterráneo; o incluso propuestas imaginativas como las de Dinamarca, que para frenar la ola migratoria desde África, mandó anticonceptivos por valor de US$ 15 millones con el objetivo de controlar la natalidad.
Los miedos
La amenaza del migrante se ha agitado tradicionalmente como la del desplazamiento de la mano de obra nativa, el incremento de la inseguridad, o la utilización desmedida de servicios públicos como la salud o la educación. Todos los estudios objetivos al respecto demuestran la falsedad de estos supuestos efectos negativos.
El cambio producido en las últimas décadas es que la “amenaza migratoria” apunta a la identidad nacional, religiosa y racial.
La afirmación del presidente de Turquía, Recep Erdogan de querer “una Hungría cristiana y blanca” sintetiza el pensamiento de los cada vez más consolidados partidos de extrema derecha europea y también del actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien reconoce que ganó las elecciones gracias a su posición anti migratoria. En una dialéctica perversa, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y el racismo han aflorado en amplios sectores de las sociedades europeas y norteamericanas, fomentados y utilizados por el oportunismo político electoral.
Los “caza votos” han encontrado una fuente impensable en la segunda mitad del siglo XX: la discriminación frente al diferente, la autoafirmación esencialista de los orígenes. El peligro no son las migraciones: el peligro es el racismo cada vez más institucionalizado en una parte del mundo supuestamente desarrollado.
Los derechos humanos, en general, y los de los migrantes, en particular, así como el “Pacto para una migración segura, ordenada y regular” propuesto desde las Naciones Unidas parecerían estar quedando cada vez más reducidos al discurso, frente a la eclosión de la reivindicación diferenciadora del origen nacional, de la pertenencia religiosa y del color de la piel.
Hitler decía que “el mestizaje es una degeneración de la humanidad”. Quizás la selección francesa campeona del mundial de futbol, donde 18 de sus 23 jugadores nacieron en el extranjero o son hijos de migrantes, pero se sienten franceses, sea una pequeña señal para entender el valor del mestizaje cultural. Sobre él se construyó la historia humana y –a pesar de los racistas- también será el sustento enriqucedor de su futuro.
(*) Director del Instituto de Políticas de Migraciones y Asilo. Universidad Nacional de Tres de Febrero.
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