En análisis económico hay preguntas fundamentales; la más fácil de todas es ¿Qué pasó?, la más difícil ¿Qué pasará? Entender qué está pasando es asumir que sabemos la respuesta fácil y tenemos algunas pistas de la más difícil.
En síntesis: se acabó la plata. Tanto el sector privado como el sector público argentino venían gastando por encima de sus posibilidades gracias al financiamiento abundante y barato del resto del mundo. Se terminó. Los inversores del exterior, que desde noviembre pasado vienen dando señales de mayor desconfianza, salieron primero del mercado de las Lebacs y esta semana amenazaron con huir en manada de los bonos y acciones argentinos.
El martes a la mañana los principales fondos internacionales le comunicaron al Ministro de Finanzas la decisión de vender masivamente sus posiciones en activos locales y el Presidente decidió poner en marcha un plan de emergencia; solicitar ayuda del Fondo Monetario Internacional para no tener que cortar de cuajo el déficit fiscal.
Sin la asistencia del FMI no hay modo de financiar los 600.000 millones de pesos de déficit financiero que tiene el Estado Nacional. En dominó caen luego las provincias y eventualmente las empresas privadas.
El apoyo de los organismos financieros internacionales puede comprarle un poco más de tiempo al Gobierno, porque el prospecto del acceso a una fuente alternativa de financiamiento les muestra a los inversores que las chances de caer en un default son más lejanas.
“Lo cierto es que la Argentina gasta 5 % por arriba de sus posibilidades”.
¿Y el dólar?
Lo cierto es que Argentina, en conjunto gasta un 5% por arriba de sus posibilidades. Puesto que en economía no se puede hacer magia, es evidente que alguien financia el rojo de esa tarjeta. La contracara del déficit de cuenta corriente es el endeudamiento externo y el precio que refleja la mayor o menor abundancia de ese financiamiento es el del dólar. Si se cortan los flujos de deuda ya no es posible gastar más divisas que las que se generan y por lo tanto es preciso pasar a importar menos y exportar más.
Para converger a ese nuevo escenario hay dos caminos; el primero es el que vimos en el gobierno anterior; cepo al dólar y cierre de importaciones. El segundo es dejar que el precio del billete norteamericano refleje su mayor escasez y haga su trabajo ajustando la economía real.
“En cualquier escenario la confianza ya se rompió.
La corrida
La ventaja de tener un tipo de cambio flexible es que hay un precio que resuelve el problema y permite amortiguar la crisis. La desventaja es que en nuestro país ese precio es un termómetro que cuando sube pone a todos nerviosos.
En los últimos setenta años tuvimos quince crisis económicas y en catorce de ellas (con la única excepción de 1995) el dólar se devaluó, de modo que, para nosotros, a diferencia de lo que pasa en cualquier lugar del mundo, un ajuste en el precio del dólar es síntoma de derrumbe. Además, no tenemos un mercado financiero desarrollado y entonces la única manera de proteger nuestros ahorros es en ladrillos o en dólares, por eso cuando el billete tiene saltos bruscos, corremos a proteger nuestro poco o mucho capital huyendo del peso y buscando refugio en las monedas fuertes.
Lo peor que puede hacer el gobierno en este contexto es tratar de frenar la escalada del dólar, porque de ese modo pavimenta la huida del peso. La evolución diseñó nuestro cerebro para buscar frenéticamente patrones y para saltar a conclusiones con muy pocos datos; el ruido de las intervenciones del Banco Central, en un mercado donde el público ya identificó una tendencia, lo único que logra es reforzar la convicción de que el dólar solo puede subir, acelerando la salida de posiciones en pesos. No es una conjetura mía, es un descubrimiento de la Psicología conductual que se denomina “refuerzo intermitente” y que es el principio que subyace al diseño del mecanismo de pago de los tragamonedas, por ejemplo.
En todo este escenario plagado de incertidumbres hay dos certezas; la primera es que sabemos que con menos financiamiento externo el dólar tiene que estar más caro. La segunda certeza, paradójicamente, es que nadie sabe a ciencia cierta cuál es ese valor. El trabajo de la autoridad monetaria es estimarlo, dejar correr a la divisa un poco más para cubrir un margen de error razonable, y atacar desde arriba con toda la artillería para romper el patrón de reforzamiento y hacer que la huida deje de ser la mejor opción.
El día después
En cualquier escenario, la confianza ya se rompió, el consumo se frenará y la economía que venía muy lanzada creciendo por encima del 5%, se desacelerará.
Lo que se define en estos días es la magnitud del enfriamiento y la velocidad de la recuperación.
La asistencia del fondo, en ese contexto, no es ni buena ni mala per se. Muchos países del mundo, hoy desarrollados, usaron líneas de ese organismo en el pasado; Corea financió parte de su estrategia inicial de desarrollo, Finlandia por ejemplo lo hizo en los 70, al tiempo que Irlanda e Islandia tocaron a su puerta en medio de la crisis del 2009. En nuestro país gobiernos de distinto signo y de todo el abanico ideológico lo hicieron; Alfonsín en los 80 y Menem en los 90, por ejemplo.
En todo caso, en vez de culpar al FMI de nuestros males y de pensar que son sus condicionamientos los que causan las crisis, es tiempo de que nos demos cuenta que ir nuevamente al fondo habla mucho más de nosotros que de ellos.
Hay un patrón claro. Cada boom de términos de intercambio nos hace pensar que somos ricos. Nos acostumbramos al nivel de consumo que permite una soja de 600 dólares, como lo hicimos con el salto de precios del trigo en la segunda mitad de los 40. Luego los precios vuelven a la normalidad, ya no somos tan ricos, pero nadie quiere anunciar que se acabó el Fernet, en el medio de la fiesta.
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