Una vez más volvemos a escuchar la palabra crisis. En cualquiera de sus acepciones, no nos trae buenos recuerdos. El bombardeo de información y de polémicas entre economistas y analistas es de una magnitud tal, que solo los argentinos nacidos en los últimos 70 años, podemos tolerar.
Tal vez, porque –como en ningún otro país– hemos transcurrido nuestra existencia conviviendo con la inflación y la inestabilidad política y económica. Estamos tan saturados que no sabemos a quién creer o en quien confiar. Lo grave, está en que desconfiamos entre nosotros mismos. No somos ni hemos sido capaces de sentarnos en la misma mesa quienes pensamos distinto. Según el Gobierno no hay motivos de alarma ni para preocuparse.
Volver al FMI no es, en sí mismo, un drama ni una tragedia nacional, en tanto sea cierto lo primero. Si aquello es falso, entonces pueden tener razón quienes advierten sobre la gravedad de la situación. En el medio, están los ciudadanos comunes, los que sufren y quienes -si fueran finlandeses- estarían infartados o deprimidos. En cambio, los argentinos, contamos con los anticuerpos generados por todas las crisis anteriores. Y así venimos y así seguimos. No hay dólar ni inflación que nos doblegue. Tampoco ya nadie nos convence fácilmente de nada.
Creer, suponer o imaginar que una visita de Lilita a la Casa Rosada puede resolver la situación es de una simplificación o ingenuidad inaceptable. Igualmente lo sería, si pensáramos que la solución está en cambiar algún ministro, al presidente del Banco Central (a quien no le auguro nada bueno) o que lo peor ya pasó.
No obstante y pese a todo, algo está cambiando en la Argentina y no parece que sea mérito de alguien o de algún sector en particular sino que es una percepción que involucra a la sociedad en su conjunto y a su infinita paciencia. No hay dudas que, como dicen todos los observadores, sin excepción, que aquí han concurrido causas externas e internas. Seguramente al Pro le estará cayendo la ficha de que no estamos en Escandinavia y que los retiros y timbreos no alcanzan y no contribuyen a afianzar la imagen de un presidente preocupado por atenuar y resolver los problemas de la pobreza.
Mas bien están trasmitiendo una imagen que se aproxima más a una organización sectaria que a un partido político; de encierro en lugar de apertura. La visita a algún vecino circunstancial pudo ser una novedad, sin duda, pero hoy es necesario trasmitir que esa intención es para todos. Esta es una percepción que aspira a ser útil para la reflexión. La política, esencial e inevitable, no es fácil transitarla, a la vez que sostenerse. Precisamente, si al gobierno le falta algo, es fortalecer su gestión política y su coalición gobernante. Algunos medios manifestaban que fue derrotado en el Congreso. Que la oposición logre la aprobación de una ley no debería ser interpretado como una derrota. Es el juego de la democracia.
El tema tarifario es muy sensible y a todos nos genera enorme preocupación y muchas dudas e interrogantes. Tal vez en el Senado se agreguen algunas otras modificaciones que, sumadas a las de la cámara baja, acerquen más a las partes. Si ello sucede el proyecto debería volver a Diputados y a lo mejor se aleja la amenaza del veto. No sería bueno recurrir a éste.
El veto debería quedar reservado en la historia para el 82% negado a los jubilados por Cristina. Claro que es constitucional, con una diferencia con el anunciado veto a la ley de tarifas: ésta podría ser tachada de inconstitucional por abordar un tema que es ajeno a la competencia parlamentaria. Las tarifas las fija el Poder Ejecutivo con ajuste a los procedimientos cumplidos de las audiencias públicas, etc.
No utilizar el veto es un recurso de alto significado político, como lo sería convocar a todos los partidos con representación a una mesa de diálogo.
No para hablar sólo de crisis financiera, tarifas o del FMI, sino de la necesidad de recuperar la confianza entre propios y adversarios, pensando en una sociedad que los mira y espera que alguna vez suceda… Por el país.
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