El viernes pasado se conoció la estimación que surge del Relevamiento de Expectativas del Mercado (REM) que colecta el Banco Central; la mitad de los analistas esperan una inflación del 19,9 por ciento para 2018, prácticamente 4 puntos por encima de lo que se pronosticaba en octubre pasado.
La mitad de esa diferencia es porque los tarifazos resultaron mayores que lo que se había comunicado originalmente, mientras que el resto se explica por el cambio de metas que comunicó el gobierno, el día de los inocentes.
En la calle, entre los que no son especialistas en economía, pasa una cosa parecida. Según la encuesta de expectativas que hace todos los meses la gente de la Universidad Di Tella, en una muestra representativa de 1.200 argentinos, la mitad de la gente espera 20 por ciento de inflación para los próximos 12 meses.
La buena noticia es que todo el mundo espera que los precios aumenten menos que en 2017.
La mala noticia es que nadie espera que suban solo 15 por ciento.
La ortodoxia; metas de inflación
La responsabilidad exclusiva de la inflación en cualquier país del mundo es del Banco Central.
En Argentina, la entidad opera con un mecanismo de metas, que funciona de manera muy simple: si la inflación está por encima del objetivo, suben las tasas de interés.
En condiciones normales, esa suba encarece el crédito de corto plazo, frenando el consumo y pinchando por lo tanto los precios, al mismo tiempo que los actores económicos comprenden que el paciente está haciendo una dieta más estricta y corrigen por lo tanto sus expectativas, apostando a que bajará de peso más rápidamente.
Pero en nuestro país hay muy poco crédito para el consumo, por lo que el canal tradicional por el que opera esta medicina de las tasas altas no tiene mucho impacto, del mismo modo que no funcionaría una dieta basada en comer menos milanesas de soja, en un país que no come soja.
Que no obstante un tercer canal, que tiene que ver con el dólar. Con tasas altas conviene poner el dinero en Lebacs, o en depósitos en pesos, lo que genera ingreso de inversores financieros del exterior, que venden sus dólares, planchando su precio. Con el dólar calmo, los precios de los bienes importados y los que se forman mirando la cotización del billete americano, se mueven poco y la inflación baja.
La heterodoxia: control de precios
Alternativamente, con suficiente poder político y una alta cuota de autoritarismo, el Estado podría obligar a algunos sectores de la economía a aceptar un congelamiento de precios. Si ese congelamiento es acompañado por un freno en la emisión monetaria, puede tener éxito en el corto plazo. Pero si no se frena la emisión, todo control de esa naturaleza produce escasez, porque si la gente piensa que el “precio cuidado” está barato, habrá una sobre demanda de ese producto.
Los caminos intermedios: mecanismos de coordinación
Uno de los principales problemas de un régimen inflacionario es la inercia en la formación de precios. Sin ninguna referencia cierta sobre lo que ocurrirá en el futuro, la mejor previsión que cualquier agente puede hacer es pensar que se repetirá el pasado. Si hubo 25 por ciento de inflación en 2017 y no hay nada que nos haga pensar que algo cambiará, todos formaremos precios pensando en el 25 por ciento; incluyendo por supuesto, los salarios y los alquileres.
En ese contexto, si alguien nos propone firmar un contrato que contemple una inflación del 15 por ciento pensaríamos que está loco, salvo que esté dispuesto a darnos alguna garantía. Esa es exactamente la lógica de la cláusula gatillo, que en la práctica opera como un seguro.
La cláusula embarazo
Si en vez de cláusula gatillo se ofrece firmar por 15 por ciento y “en nueve meses vemos”, el resultado va a depender de la confianza de las partes en el mecanismo de revisión.
Si negocian el abuelo de Heidi con Laura Ingalls, firmarán por 15 por ciento porque están seguros que la revisión se hará con la mejor buena fe de las partes. Pero si negocian Triaca con Moyano, puede que las cosas no funcionen tan armoniosamente.
Cuanta más desconfianza haya, mayor cobertura pedirán las partes y entonces a ese 15 por ciento habrá que agregarle una cuota de riesgo, que elevará las paritarias hasta llevarlas más cerca de lo que realmente espera el mercado.
Puede que esto ocurra de manera maquillada, que el mayor porcentaje se consiga con un bono, o corriendo el cronograma de las cuotas para que el 15 por ciento de aumentos ocurra antes, generando una suba real mucho mayor.
En cualquier caso, sin gatillo, el acuerdo cierra con un porcentaje mayor de aumentos del que podría lograrse con ese seguro. Y cuidado, que estoy hablando de aumentos nominales, porque hasta un nene de cinco años se da cuenta que no es mejor conseguir 20 por ciento si la inflación termina siendo de 25 por ciento.
Algo está funcionando
El gobierno logró, gracias a la cláusula gatillo, algo que parecía milagroso. El año pasado los acuerdos salariales se hicieron mirando mucho más hacia delante y mucho menos hacia atrás. Como resultado de eso, aunque nadie cree en el 15 por ciento de inflación, hay una expectativa generalizada de que los precios subirán en torno del 20 por ciento este año, bien por debajo del 25 por ciento del año pasado.
En el menú quedan tres platos. Si se ofrece gatillo se pueden cerrar las paritarias en 15 por ciento.
Sin garantías de ningún tipo, el número de equilibrio es el 20 por ciento que espera el mercado y que el propio Baradel llevó a la mesa de negociación. Con revisión, el encuentro será en un lugar intermedio, que dependerá de la mayor o menor confianza entre las partes.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la Unnoba, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de “Casual Mente” y “Psychonomics”
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