Por encima de la economía que adquirió relevancia con la muy suave reducción de la tasa de interés, la observación de la semana se posa sobre los ribetes que adquiere, a diario, la batalla entre el Gobierno y el sindicalismo.
Sin duda, el eje de la contienda resulta la controvertida reforma laboral que parece haber entrado en una fase de postergación, en cuyo interín las partes exhibirán dureza y sutileza, alternativamente, según convenga o resulte necesario.
Es que junto a la reforma laboral, o precisamente en razón de ella, pivotean temas tales como los acuerdos paritarios sobre salarios, la duración indefinida de los cargos sindicales, el enriquecimiento de los dirigentes o las desembozadas prácticas delictivas de algunos de entre ellos.
En los dos últimos aspectos, ingresa un tercer actor de particular valía a la hora de decidir sobre el bien y sobre el mal: los tribunales.
La discusión laboral se transforma así en una operación –en términos billaristas- a tres o más bandas. En otras palabras, para alcanzar el objetivo de la mencionada reforma laboral, el Gobierno da pasos en distintas direcciones que colocan al gremialismo tradicional en la defensiva.
Su pretensión no declarada es acorralarlo. Obligarlo a acompañar una reforma laboral, desde nuestro punto de vista, necesaria aunque bastante incompleta. Una reforma laboral que no elimina sino solo en parte el negocio de la industria del juicio.
Difícil, muy difícil, de antemano, definir quién ganará. Queda claro que gobierno y sindicatos se aprestan a la batalla que ya comenzó aunque su intensidad crecerá, al menos, por lo que resta del verano.
La justicia
Si el observador decide creerle a quienes se encuentran perseguidos por la justicia, su conclusión será que el gobierno de Cambiemos es un gobierno que acalla a los opositores con acusaciones, prisiones preventivas, juicios y, eventualmente, sentencias.
Si avanza en su fe anti oficial, dirá que dicha persecución es obra de jueces y fiscales que son manipulados por el Gobierno y que constituyen un brazo ejecutor de los designios “anti populares” de un “gobierno para los ricos”.
Poco importan las pruebas, las evidencias, cuanto salta a la vista. Son víctimas de la venganza anti popular del macrismo. Aun, si casualmente, sus cuentas bancarias rebasan de dólares, si sus propiedades se cuentan por decenas, si sus autos de lujos sobre abundan, si sus armas de fuego son propias de un ejército y no de un particular.
Para ellos, el problema es la actual actuación de la justicia. De ninguna manera, la anterior inacción de los tribunales.
Y entonces pasan a la teoría conspirativa que incluye, además de los jueces, al aparato de Inteligencia del Estado. Así, culpan a otros de todos sus males. Males que, hasta que salieron a la luz, eran sus bienes.
Tenencia de armas de guerra, lavado de dinero, vinculación con el narcotráfico, apropiación de fondos de las organizaciones sindicales, conforman delitos sobre los que distintas oficinas del Estado tienen incumbencia.
Se trata de la Secretaría de Inteligencia, ahora denominada Agencia Federal de Inteligencia; del Registro Nacional de Armas; de la Unidad de Información Financiera (UIF) destinada a combatir el lavado de dinero; por solo citar tres ejemplos.
Y ¡Oh casualidad! Dichas investigaciones arrojan saldos como el del “Caballo” Suárez, el mafioso que dirigió el Sindicato de Obreros Marítimos Unidos (SOMU), acusado por extorsión; del “Pata” Medina, con similares acusaciones, ex jefe de la delegación La Plata de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA); de la conducción de la seccional Bahía Blanca de la UOCRA, encabezada por Humberto Monteros y José Burgos, con conductas delictivas idénticas a las del “Pata” Medina; o de Marcelo Balcedo, multimillonario representante de los porteros de las escuelas bonaerenses, cuyos colaboradores aparecen vinculados al narcotráfico.
Se trata, claro, de casos extremos que, junto a otros que verán la luz en los próximos días, conforman un grupo de indefendibles, aún para una cúpula sindical que no resiste investigación alguna.
Es más, el propio secretario general nacional de la UOCRA, Gerardo Martínez, desde las sombras, colaboró con información sobre el “Pata” Medina y sobre los de Bahía Blanca.
Pero, la cosa es distinta cuando se avanza sobre los peces gordos. Allí surgen solidaridades, amparadas en historias… comunes.
Así dio comienzo la batalla, mejor dicho batallas, entre la administración Macri y el ya no tan todopoderoso secretario general de Camioneros, Hugo Moyano.
Desde el faltazo de Mauricio Macri y María Eugenia Vidal a la re inauguración del sanatorio Antártida, una modernización que no trepidó en gastos, luego de frustradas gestiones del propio Moyano para intentar la asistencia, hasta el avance por el retiro de fondos llevado a cabo por dos hijastros de Moyano de la tesorería del club Independiente del que el ex camionero es titular, con acusaciones contra Moyano por parte del barra brava encarcelado “Bebote” Álvarez.
Una batalla que encuentra una ramificación con las investigaciones sobre el accionar de Víctor Santa María, sucesor monárquico de su padre, de igual nombre, al frente del SUTERH, el Sindicato Único –retener este vocablo- de Trabajadores y Encargados de Edificios de Renta (porteros).
Santa María, quien preside el Partido Justicialista de la ciudad de Buenos Aires, acumuló una fortuna considerable que incluye medios de comunicación como el diario Página 12, varias radios y publicaciones. Ahora, resulta investigado por lavado de dinero, a través de su… mamá, una jubilada de 82 años que ingresó casi 2 millones de dólares desde Suiza al blanqueo.
En doce millones de dólares es calculado el patrimonio del… portero Santa María.
Como se dijo, los investigados –sindicales y políticos- señalan a la justicia que actúa como brazo de la persecución política de la que son objeto. Claro que, casualmente, todos ellos resultan millonarios en dólares… sin industria conocida.
Contraataque
Pero, no todas son rosas para el Gobierno. Y el Gobierno lo sabe.
Los datos de inflación del último mes del año 2017 y, posiblemente, los correspondientes a los dos primeros meses del año en curso, revelan un rebrote inflacionario, generado por el interminable excesivo gasto público, al que, esta vez, se le agrega el parcial sinceramiento de tarifas eléctricas, de gas y de transporte público.
Cierto es que dicho incremento de tarifas contribuirá a reducir el déficit fiscal que genera el gasto público y que, por ende, los guarismos de la inflación tenderán a desacelerarse desde el otoño próximo.
Pero, de momento, con un 3,1 por ciento de aumento de los precios en diciembre último y un 24,8 por ciento acumulado para todo el año, el golpe inflacionario se siente en todos los bolsillos pero, en particular, sobre los de aquellos que cuentan con ingresos fijos.
De allí que las negociaciones paritarias a punto de comenzar difícilmente acaten la hipótesis del 15 por ciento que estableció el Gobierno como pauta inflacionaria para el presente año.
Si los sindicatos “privados” no atizarán el fuego en demasía dado que comprenden y sienten en carne propia los daños para el empleo que genera la recesión, los estatales, por el contrario, insistirán en sus posiciones políticas de desafiar al Gobierno con reclamos que para nada tienen en cuenta la situación de las finanzas públicas.
Es bajo ese marco donde las operaciones a tres o más bandas tienen efecto. Un toma y daca de amenazas de represalias donde el Gobierno intenta poner en caja uno de los fenómenos menos democráticos, más impopulares y más cuestionados de la sociedad argentina: el sindicalismo.
Para los sindicatos, por su parte, arreglar no es fácil. Por izquierda, los corre un sindicalismo distinto, el de los representantes de base, afiliados o simpatizantes de expresiones de extrema izquierda, listos para reemplazar al tradicional gremialismo peronista.
De allí que, probablemente, sobrevendrán dos meses de pulseadas, salpicadas de investigaciones sobre patrimonios, con un norte limitado en sus ambiciones, pero preciso: la reforma de la legislación laboral.
Inflación
Parece mentira. Otra vez, como periódicamente lo hacen en la Argentina, los economistas que explican, argumentan e infieren que “un poco de inflación no es malo”.
La Argentina es el único país del mundo que vive con inflación constante desde 1945 hasta la fecha. Es decir, desde el momento que inició la decadencia argentina, culminada en el mundo por su situación de país deudor en situación de cesación de pagos.
Precisamente, la inflación constante, esa manía del Estado –es decir de los sucesivos gobiernos- por gastar más de cuanto ingresa llevó a esa permanente inflación de la cual no nos podemos -¿Queremos?- desprender.
Ahora, tras la decisión del Gobierno de actualizar la meta inflacionaria para los próximos tres años a valores que, probablemente, tampoco se cumplan, los justificadores históricos reaparecen con su cantinela que un poco de inflación favorece el consumo y, por ende, la producción.
Se trata de los profesionales que habitualmente regentea el empresariado argentino, sempiterno pretendiente a los créditos a tasa negativa, al financiamiento barato del Estado, a los perdones y alargamientos de los plazos, a las protecciones arancelarias, a las facilidades de pago de impuestos y, si se puede –corrupción o no mediante-, a las condonaciones de deuda o a las devaluaciones asimétricas que licúen los pasivos en dólares.
Todo un larguísimo conjunto de palabras que no significa otra cosa que obtener ventajas que luego paga el conjunto de la sociedad argentina, aunque los beneficiarios solo resulten algunos miles.
La nueva versión, o versión actualizada, consiste en explicar que, con una rebaja de la tasa de interés que determina el Banco Central cuando reabsorbe circulante que el Estado emite para financiarse, la actividad económica se beneficiará en razón de una mayor capacidad de inversión de los empresarios.
Como si los empresarios estuviesen desesperados por invertir. Los del exterior, por venir. Y los del interior, por quedarse. A poco de analizar, cualquiera sabe que nadie, o casi nadie, invierte en un país donde el Estado depende del financiamiento externo o de la emisión monetaria que se traducen en una inflación del 24,8 por ciento anual.
Un dato corrobora lo antedicho. A la fecha, solo el 69,2 por ciento de la capacidad instalada industrial argentina es utilizada. El resto, poco más del 30 por ciento está ociosa. Y allí, no hace falta invertir en bienes de capital. Solo comprar materia prima y producir.
La táctica de los “inflacionistas” pretende otra vez ponernos ante el dilema de la precedencia entre el huevo y la gallina.
Es claramente al revés. Es sin gasto público excesivo, o sea sin déficit fiscal, o sea sin inflación, cuando la inversión recién se verificará. Mientras tanto, a esperar y rezar para que no aparezca nada que liquide la dificilísima estrategia de licuar el gasto público mediante un crecimiento económico que impulse los ingresos vía impuestos mientras no crecen los gastos.
Ni que hablar de un impulso hacia arriba de las tasas de interés internacionales. Algo que ya comenzó a verificarse y que, posiblemente, se acentúe con la recuperación de la economía mundial que se constata actualmente.
Hoy, en el mundo, la inflación no existe. Con excepción de la Argentina, Irán, Sudán, Eritrea y alguno que otro país más, hablar de inflación es hablar del pasado. Lo es en Irlanda, Grecia y Portugal, países que, en su momento, se excedieron en el gasto público. Lo es en el conjunto de la Unión Europea cuya inflación del 2017 no alcanzó al uno por ciento anual.
No lo es, claro, en Venezuela, donde el peor gobierno de su historia, somete al país a un crecimiento de los precios equivalente al 2600 por ciento anual, con una variación en diciembre frente al mes anterior del 85 por ciento.
Podrá echar el nefasto presidente Nicolás Maduro la culpa a quien prefiera. Al imperialismo, a los empresarios, a la conspiración internacional, lo cierto es que en el año que finalizó, la producción venezolana decayó un 15 por ciento. Es decir 15 puntos menos del Producto Bruto Interno.
Y eso no lo detiene ningún aumento de sueldos. Maduro decretó seis en 2017. Con dichos aumentos, el sueldo mínimo llegó a 797.000 bolívares, equivalentes a 238 dólares al imposible cambio oficial, pero a solo 6 dólares en el realista mercado paralelo.
Como lo leyó, el sueldo mínimo en Venezuela es de 6 dólares o sea, redondeando, 120 pesos argentinos. La inflación perjudica a muchos, pero sobre todo a los que menos tienen.
Es la fábrica de pobres.
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