De posverdades y mapuches
No hubo muerto. Lo buscaron pero, por fortuna, nadie les dio el gusto. Así y todo, como siempre están quienes denuncian la represión policial aunque solo sofocó desmanes, incendios, roturas. Incidentes menores, sin importancia, al decir de los cultores de la posverdad que sobreabundan en la Argentina.
Difícil abrir un único juicio sobre los incidentes que, a esta altura, logran el efecto contrario al que pretendieron. Es decir, minimizan la desaparición de Santiago Maldonado, el artesano no mapuche.
¿Por qué difícil? Porque lo único que es posible afirmar, sin temor a equivocarse, es que el intento de caos y la consiguiente y necesaria represión no logró el objetivo buscado desde el principio: el o los muertos que justifiquen una escalada frente a la “dictadura de Macri, facho y gato”.
¿Entonces? Varias hipótesis.
La uno: los “muchachos” perdieron costumbre. Destruyen, rompen, ensucian pero no cuentan con una organización eficiente para enfrentar a la Guardia de Infantería policial y obligarla a incrementar su grado de represión hasta llegar a las armas de fuego.
La dos, complementaria de la uno: la represión fue profesional. No hubo excesos, pese a que alguna organización pretenda, sin éxito, demostrar lo contrario.
La tres: los K y la izquierda boba están desorientados y no saben exactamente qué buscan. Si alcanzar una situación de ingobernabilidad inmediata o si solo aprovechar, en la calle –a la que califican como su territorio- una excusa para la convocatoria que, de otra manera, resultaría casi imposible.
La cuatro: Cristina Kirchner está conforme. No feliz, más vale deprimida, pero aun así coronó su primer objetivo: el de no estar en condiciones de ir presa desde el próximo 10 de diciembre, gracias a sus fueros como senadora, probablemente minoritaria.
Es que no se entiende. Desde lo electoral, casi sin dudas, los desmanes del viernes liquidaron cualquier posibilidad, para el kirchnerismo y la izquierda boba, de captar nuevos votantes, ni de conmover a los de Massa o de Randazzo. Sencillo, el caos no seduce a nadie, o en todo caso a pocos. Desde la violencia, desde la calle, solo mostraron ineficacia.
Sí, han conseguido profundizar la brecha. Como siempre ocurre, la locura populista y pseudo revolucionaria, arroja a las clases medias hacia posiciones de exigencia de orden y represión.
Nos guste o no, es la consecuencia natural. Consecuencia natural que, en este caso, no conlleva una brecha política, sino una brecha social.
Ahora, no son pocos quienes despotrican contra la etnia mapuche como si los doscientos mil argentinos de dicho origen fuesen todos seguidores del inconsistente Facundo Jones Huala, jefe de la ultra minoritaria Resistencia Ancestral Mapuche (RAM).
No se trata de una brecha producida por la reivindicación. Nadie debería discutir, a esta altura de las circunstancias, el derecho de los pueblos a la autodeterminación. De hecho, no son pocas las organizaciones indígenas que reclaman distintos grados de reconocimiento en las Américas desde Alaska hasta Tierra del Fuego.
La brecha se profundiza a partir de la deliberada ignorancia que el kirchnerismo y la izquierda boba hacen de las tropelías y delitos cometidos por el grupúsculo RAM.
Paradigmático de lo anterior fue la declaración de Hebe de Bonafini que distinguió la desaparición de Maldonado, “un militante”, de la de Julio López, “un guardiacárcel”, desaparecido durante el kirchnerismo. López fue guardiacárcel. Y nada hubiese cambiado, si lo fuese. Una desaparición es una desaparición y punto.
En todo caso, Bonafini debería recordar que el albañil Julio López fue –o es- uno de los sobrevivientes de los centros de detención clandestinos de la última dictadura militar. Su testimonio fue decisivo para condenar al ex comisario Miguel Etchecolatz, mano derecha del represor Ramón Camps.
La posverdad
Mientras tanto, deprimida o no, Cristina Kirchner, suelta de cuerpo, festeja su triunfo por 0,21 por ciento en las PASO con un discurso, en la ciudad de La Plata, que será memorable, o mejor dicho, nadie lo recordará en solo unos días, pero sería conveniente que no quede borrado de la memoria de los argentinos.
En particular, aquella oración donde rezó que “el actual gobierno es el que más poder concentra y eso es peligroso para la democracia”.
De nada vale argumentar que ningún gobierno como el actual mantiene representaciones minoritarias en ambas cámaras del Congreso. Ningún gobierno como el actual heredó un Poder Judicial colonizado por el gobierno anterior, es decir el kirchnerismo.
Ningún gobierno como el actual debió enfrentar un culto a la personalidad del gobierno anterior que bautizó con el nombre de Kirchner cuanta calle, plaza, hospital, polideportivo o centro cultural se le cruzó en el camino.
Para el kirchnerismo, lo anterior no es una verdad aunque pueda ser contabilizada. Es una “mentira instalada como verdad por los medios de comunicación”. Por tanto, se le debe responder con cualquier cosa –por lo general, una tergiversación- que “instale como verdad aquello que deseamos que la sociedad acepte como válido”.
A semejante estupidez, algunos pseudo filósofos –ninguno de ellos, trascendente- la bautizaron como posverdad. No es pues un invento K. Pero sí forma parte del accionar político K del que Cristina Kirchner hace uso y abuso.
La posverdad es una apelación a lo emotivo por sobre lo racional, a la creencia personal de cada uno por sobre la verdad objetiva y comprobable.
Para todo hay respuesta, para nada, reconocimiento. Si los precios suben, no se informa más sobre el índice del costo de vida. Si la pobreza avanza, no se la contabiliza para no “estigmatizar a los pobres”.
Macri es “facho”, es igual a “Videla” o a “Galtieri”. Los subsidios para quienes cuentan con menos recursos se mantienen, al igual que las tarifas sociales, pero igual este “es el gobierno del ajuste”.
La unidad latinoamericana se declamaba, mientras se alentaba desde el gobierno el corte de la ruta a Uruguay. Antes de Kirchner, los derechos humanos no existieron. No importa que las juntas hayan sido condenadas durante el gobierno del presidente Alfonsín.
La tragedia de la Estación Once, para Cristina Kirchner, no existió. Al igual que la corrupción, aunque los patrimonios crecieron geométricamente y las causas se multipliquen.
Pero a semejantes despropósitos de quienes encabezaron el gobierno anterior se los maquilla detrás de una fachada –repito, fachada- de lucha antiimperialista, antimonopólica, antiterrateniente, anticonservadora y algunos anti más que andan sueltos.
Así, se inventa una especie de nueva sinarquía nacional a la que se agregan algunos componentes internacionales.
De la conjura forman parte los medios de comunicación independientes, los jueces que no forman parte de Justicia Legítima, el campo, la oposición de entonces, y por supuesto Estados Unidos.
Una junta con la que enardecer los corazones de los pseudo revolucionarios de pacotilla que sobreabundan en la América llamada Latina y que siempre atribuyen sus fracasos al accionar maquiavélico del imperialismo.
En esa entronización de la posverdad como contraposición a la verdad “mediática” debe inscribirse, por ejemplo, la negativa de Cristina Kirchner de entregar los atributos del mando al presidente Mauricio Macri en ocasión del traspaso del Poder Ejecutivo.
No lo hizo no por su eventual carácter resentido, ni mucho menos. La razón debe buscársela en esta posverdad. La no entrega simbolizó la negativa de aceptar la legitimidad del nuevo gobernante.
Claro, la posverdad rindió frutos durante muchos años, algo más de doce. Se instaló de a poco, pero se instaló. Sobre todo en la porción naturalmente más ingenua de la sociedad: los jóvenes.
Pero, todo llega a su fin. La sociedad decidió separar paja de trigo y el resultado electoral así lo indicó en el 2015 y está a punto de corroborarlo en este 2017.
Después de todo la posverdad no es, en el fondo, otra cosa que una mentira. Y como todo el mundo sabe, es posible engañar a unos pocos durante mucho tiempo, o a muchos durante algún tiempo pero es absolutamente imposible engañar a todos todo el tiempo.
Mapuches
Retomemos la cuestión mapuche.
La Carta de las Naciones Unidas, firmada el 26 de junio de 1946, ratifica en su artículo primero el derecho a la “libre determinación de los pueblos”.
Es válido para todos. Para los malvinenses y para los mapuches. Ahora bien, es un concepto que “choca” con otro principio internacional como es el de la intangibilidad de las fronteras.
Si bien el primero de los dos principios reconoce un postulado ético, el segundo es sólo un enunciado político sin otra base que la de preservar, o al menos, reducir los conflictos, en particular, luego de la apresurada y arbitraria descolonización del África.
Hoy día, la autodeterminación avanza a paso firme por sobre la intangibilidad. La disolución de la Unión Soviética y el advenimiento de 14 estados nacionales en su reemplazo. La división yugoslava en otros siete. La partición de Checoslovaquia en dos. La separación entre Etiopía y Eritrea. La división del Sudán. Son realidades que lo refrendan.
El reciente plebiscito para la eventual separación de Escocia del Reino Unido y la pretensión del gobierno catalán de abrirse de España, demuestran que el concepto estado-nación continúa vigente.
Desde estos parámetros, negar la validez de un reclamo mapuche o de cualquier otra etnia no parece apropiado. Pero, dos elementos deben ser tenidos en cuenta para una eventual discusión.
Primero, el de concepto de pueblo originario.
Segundo, el de la representatividad.
Si por pueblo originario, entendemos a los habitantes de las Américas antes de la llegada de los españoles, portugueses, ingleses, franceses y holandeses, entonces es un carácter histórico-geográfico el que consideramos a los efectos de abordar el problema.
En tal sentido, no cabe ninguna duda sobre la “territorialidad” de los mapuches en la vecina Chile. Sí, en cambio en la Argentina, donde su implantación se debe a movimientos migratorios desde el otro lado de la Cordillera de los Andes, correspondientes a los siglos XVII a XIX. Ergo, contemporáneos a la llegada de los europeos.
Pero, además, el ingreso mapuche desde la Araucanía chilena se hizo a expensas de los tehuelches originarios y, en gran medida, por la fuerza.
Ergo, los eventuales derechos de los mapuches sobre las tierras al este de la Cordillera de los Andes no provienen de su carácter de pueblo originario sino invasor, al igual que el de los españoles o del Ejército argentino bajo el mando del general Julio Argentino Roca, en la operación conocida como la Campaña del Desierto.
Llegamos entonces a la necesidad de optar. O bien la victoria da derechos, el de los mapuches sobe los tehuelches y el del Estado argentino sobre los mapuches. O bien, no los da y, entonces, hace falta negociar y llegar a una solución de consenso.
Viene entonces el problema de la representatividad. Sin lugar a dudas no es Facundo Jones Huala, ni el RAM, los representantes genuinos del pueblo mapuche. No solo porque nadie los eligió, sino porque nadie les dio mandato para cometer delitos de ningún tipo, ya no contra el Estado argentino, sino contra simples puesteros de estancias.
La cuestión mapuche debe abordarse desde una perspectiva de acuerdo por consenso. Y debe abordarse sobre bases concretas que no necesariamente incluyen la creación de un Estado de dudosa viabilidad.
Quizás el mejor ejemplo se encuentre también en las Américas. Más precisamente, en Canadá, con la creación del territorio –entidad federal- Nunavut, poblado por Inuits –esquimales- con capital en Iqaluit, con idioma oficial Inuktitut, y donde se aplica la legislación tradicional Inuit a todos los habitantes, sean canadienses Inuit o canadienses de habla inglesa o francesa, o de otros pueblos originarios, allá denominados “primeras naciones”.
El proceso de autonomía comenzó en 1976 entre el gobierno canadiense y la Inuit Tapiriit Kanatami, la organización que representó a todos los Inuits, con estatutos aprobados y con el reconocimiento del gobierno de Ottawa.
Culminó recién el 1 de abril de 1999, luego de resueltas todas las dificultades territoriales, jurídicas y de vinculación con el Canadá. Hoy, los 25.000 Inuits, los 4.500 “blancos”, los 130 mestizos y los 100 individuos de otras etnias originarias, viven en paz en el Nunavut canadiense.
No hizo falta un delirante Facundo Jones Huala, ni un delictivo RAM.