Con diez jugadores colgados del travesaño, el arquero sacaba de puntín al lateral, se revolcaba en el barro y sobre el pitazo final atajaba un penal. No, no es el relato de un partido de fútbol sino la analogía que mejor describe las peripecias que tuvo que hacer la semana pasada el Banco Central para aguantar el pánico de los ahorristas y evitar que la divisa norteamericana superara los $18.
Apenas cuarenta y ocho horas después, como si la autoridad monetaria hubiera tomado café veloz en el entretiempo, el mercado se dio vuelta y algunos empezaron a conjeturar con que Sturzenegger volviera a intervenir, pero esta vez para que el billete verde no bajara de los $17.
¿Cómo puede ser que en tan poco tiempo los leones hambrientos cambien de opinión y rehúsen la presa que hace instantes los tentaba tanto?
En condiciones normales, el precio del dólar refleja la escasez de moneda producto de los vaivenes del comercio internacional y las inversiones foráneas. Ese precio es una señal que cuando sube favorece la producción indirecta de divisas, toda vez que incentiva la fabricación de bienes que pueden ser exportados y de aquellos que compiten con las importaciones, al tiempo que les indica a los consumidores que deben reducir su gasto en esos productos.
Pero en mercados de capitales poco desarrollados como el nuestro, el dólar acaba siendo la única puerta de acceso a algún tipo de cobertura de riesgo, por lo que el precio de las monedas extranjeras no solo refleja la dificultad para conseguir divisas genuinas, sino la preferencia de las personas como vehículo de conservación de su riqueza. Con acciones y bonos prácticamente inexistentes en el menú del argentino promedio y en un contexto de 70 años de alta inflación, lo poco que se pudo acumular se conserva en la forma de ladrillos, autos y billetes verdes.
El calentamiento en la previa
Si lo vemos en perspectiva temporal, el dólar estuvo demasiado tranquilo en la primera mitad del año y ni siquiera acompañó la inflación de los primeros meses, generando un atraso cambiario que fue visto por muchos analistas con cierta preocupación. Explicamos entonces que había que acostumbrarse a un peso relativamente fuerte por lo menos por los próximos cuatro años y que ello se debía a que el modelo económico actual presupone un cierre muy gradual del déficit fiscal, que en el ínterin será financiado con deuda externa. Con cerca de 30.000 millones de dólares frescos entrando por año, resulta difícil imaginar que falten billetes, de modo que una apuesta a la dolarización no tiene mucho sentido.
Sumado a eso, el mercado descontaba que nuestro país sería promovido a la liga de mercados emergentes y esa credencial generaría un ingreso adicional de capitales financieros.
Pero en junio Morgan Stanley, la calificadora encargada del ascenso, bochó a Argentina contra todo pronóstico, advirtiendo que no estaba claro si las reformas macroeconómicas encaradas por la nueva administración eran reversibles.
En particular, a los inversores les preocupaba que existieran chances de que medidas como el cepo cambiario o las limitaciones para la movilidad de fondos, volvieran a la agenda de opciones. El lanzamiento de la candidatura de Cristina Fernández y su rápido posicionamiento al tope de las encuestas, hizo plausible la conjetura.
El dólar empezó entonces a recuperar terreno, sin prisa, pero sin pausa, hasta que en la semana previa a las elecciones el susto se apoderó de los ahorristas y el Banco Central tuvo que vender 1.300 millones para sostener la cotización a raya.
Operaba entonces una suerte de profecía auto cumplida que aceleraba la suba; la gente temía que el dólar se disparara y convalidaba sus temores comprando por precaución. El titular de los diarios del día siguiente confirmaba la hipótesis de los ahorristas, que confiados con el acierto se lanzaban a comprar más.
Se dan vuelta las expectativas
Los precios, tal y como postulan las teorías de los mercados eficientes, normalmente incorporan toda la información disponible y solo se mueven de manera brusca cuando la realidad o alguna información novedosa agarra desprevenido al mercado, y eso fue exactamente lo que pasó el lunes. El resultado electoral sorprendió al propio gobierno y fue música para los oídos de los que temían por la posibilidad de una marcha atrás en materia económica.
El pánico trasmutó en entusiasmo y de pronto los $18 del viernes previo ya no lucían tan baratos. El mercado abrió la semana vendedor y a primera hora del lunes aparecieron ahorristas que ofrecían sus dólares a $17,50 para darle el puntapié inicial a un tobogán descendente que hizo que los que querían desprenderse de divisas apenas consiguieran $17 por billete verde, al cierre del viernes.
La expectativa de un dólar más estable en los próximos meses favorece a la economía por dos vías. En primer lugar, porque genera una mayor preferencia por la moneda local como destino para conservar los ahorros y esa mayor demanda de pesos ayuda a frenar la inflación. En segundo lugar, porque en la memoria episódica de los argentinos la cotización del signo monetario norteamericano ha funcionado como un termómetro que mide la sensación térmica de las crisis, de modo que su parsimonia cambia por la positiva el humor social.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la Unnoba, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de "Casual Mente" y "Psychonomics"
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