Ya hablaba hace tiempo Andy Warhol de ese cuarto de hora de fama al que todos aspiran en la sociedad del espectáculo. Se hubiera quedado pasmado, y seguramente encantado, con la multitud de estrategias que muchos construyen hoy en las redes sociales con el afán de proyectarse y tocar la gloria. La vanidad es uno de los motores que mueven el mundo. Dime que te gusto, dime que te intereso, dime que lo hago bien. Halágame, ríndete a mis encantos. De eso se trata. Una vieja historia.
¿Qué pasa, sin embargo, si las cosas se tuercen y no terminas de gustar? ¿Qué ocurre cuando ni siquiera te gustas a tí mismo, cuando andas a grescas con los demás, apartado a los márgenes, incapaz de entrar en la corriente de las cosas, proscrito, negado, fuera de juego? ¿Se borra entonces el afán de gloria y se sale de escena con la mayor discreción para encerrarse en una burbuja que se deposita en un rincón? ¿O, al contrario, se produce de pronto un estallido de afirmación radical, cueste lo que cueste?
Algo de eso parece suceder en alguno de esos terribles episodios ante los que no se encuentra ninguna explicación. La noche del lunes, poco después de las ocho, un coche se precipitó en una pizzería de una localidad próxima a París matando a una muchacha de 13 años e hiriendo a otras 13 personas, cinco de ellas de gravedad. Aunque la policía no lo descarta, no parece que el móvil fuera terrorista. El conductor, un hombre nacido en 1985, no tenía antecedentes de ningún tipo. Estaba deprimido y había intentado suicidarse la pasada semana; no lo consiguió. Así que decidió probar de esta otra manera.
En una deliciosa novela, La correspondencia de Fradique Mendes, el escritor portugués Eça de Queirós incluye una carta de este singular personaje, que se inventó al alimón con sus colegas Jaime Batalha Reis y Antero de Quental, en la que arremete contra un amigo que quiere fundar un periódico. Ni se te ocurra, viene a decirle.
El argumento de mayor peso que utiliza para que renuncie a semejante empresa tiene que ver con la manía de los periódicos por simplificarlo todo. “Considera más bien que la prensa, con su forma superficial, liviana y atropellada de investigarlo y juzgarlo todo, es sin duda la principal culpable de que el funesto hábito de juzgar con ligereza haya arraigado tanto en nuestro tiempo”, le dice. Luego critica la “impúdica improvisación” de los periodistas y el funesto vicio de haberse “desembarazado del penoso trabajo de verificar”: “Para juzgar el más complejo de los hechos políticos nos contentamos con un rumor apenas escuchado en una esquina una mañana de viento”.
Al final le advierte de que, ¡encima!, los periódicos fomentan el afán de notoriedad de cuantos persiguen la gloria. Los quince minutos de fama. “En esta etapa de la civilización, tan ruidosa y tan hueca, todo deriva de la vanidad y todo tiende a ella”. Eça de Queirós escribía a finales del siglo XIX. Parece que lo estuviera haciendo ahora mismo.
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