Uno de los graves problemas de América Latina es su debilidad institucional. Salvo pocas excepciones -Uruguay, Chile y Costa Rica-, el gobierno de las leyes es eclipsado por el de los hombres. La voluntad personal o el interés son prioritarios, debilitando la credibilidad social en la justicia y en la democracia. Los populismos son, en gran parte, la consecuencia de esa debilidad, y la arbitrariedad en el manejo del Estado un factor que desilusiona primero e indigna después. No es extraño que la justicia se transforme en un instrumento de la política, desequilibrando la balanza a favor de algunos, o mirando a través de venda, haciendo trampa.
La “judicialización de la política” es una manera lastimosa de manejar el poder. Es el estilo utilizado ahora por los derrotados o por los temerosos de perder. Menem cargó la Suprema Corte argentina con jueces de su mismo color abochornando a todo el país. Daniel Ortega digitó enteramente la justicia que habilitó su reelección y otras aberraciones. Nicolás Maduro, poco antes de que asumiera la nueva Asamblea Nacional opositora, sumó jueces afines al Tribunal Supremo de Justicia que son títeres de su autoritarismo. El día del golpe contra Manuel Zelaya, Honduras dio cuenta del mismo estilo. Algo similar sucedió en Paraguay durante el derrocamiento de Fernando Lugo. Si judicializar la política es grave, haber politizado la justicia para lograr ese objetivo es peor. Y más grave aún es cuando el país en cuestión es una de las economías más grandes del mundo y una potencia gravitante a escala regional.
Brasil está en medio de una disputa feroz por el poder, entre el pasado y el futuro, entre la democracia y su caricatura, entre las mayorías y una élite conservadora que, desesperada, se hunde cada vez que intenta salir de su propio laberinto. Los sectores conservadores aliados a una parte del empresariado siempre asustado buscaron el final del gobierno del PT por medio de nuevos estilos golpistas, ensayados antes en Honduras y en Paraguay.
Los miedos conservadores son los habituales; temen la socialización progresiva o rápida que sólo existe en su imaginación y la crisis económica que arrase al sistema productivo y genere las condiciones para un manotazo de “los comunistas”. Ese sector, tan simple en sus análisis, atados a sus temores absurdos, desesperado por recuperar el poder político para desde el Estado volver a respirar tranquilos, son los que llevaron adelante la caída de Dilma Rousseff. No se dieron cuenta de que gobiernan la séptima economía del mundo, que dirigen a un jugador global que tiene capacidad de determinar políticas a escala planetaria. Para ellos Brasil sigue siendo su coto de caza exclusivo, que tuvieron que compartir por razones políticas, pero ese tiempo terminó. El pacto social que existió desde el ascenso de Lula fue roto por estos grupos reaccionarios y hoy son víctimas de sus decisiones fuera de época, al margen de la historia.
Fue un error de calibre
Los golpistas nunca pensaron que iban a disparar un conflicto como el actual, una batalla que hoy se encuentra en un momento de clases en lucha, donde pelean por tajadas de poder, por trozos de beneficios económicos, por conservar lo ganado en la derecha, por recuperar lo perdido desde la izquierda. Y el fracaso del gobierno de Temer obligó a los usurpadores a buscar caminos alternativos que los encerraron en su propio laberinto sin salida.
El primer paso fue asumir con claridad su papel de clase logrando de un plumazo los siguientes objetivos: aumento de la jornada laboral a 12 horas; eliminación de pago por horas extra; reducción a media hora el tiempo de descanso del trabajador, y este ítem deja de ser considerado parte de las normas de salud, seguridad e higiene; vacaciones divididas en tres partes a criterio del patrón; legalización de la tercerización; instalación de la posibilidad de efectuar despidos masivos sin negociación; autorización a evitar pago de salario mínimo, permitiendo contratos largos con remuneración por hora; reducción de la responsabilidad del empleador ante el incumplimiento de las normas de salud, seguridad e higiene; negociación individual para trabajadores que ganen más de 11.000 reales (350 dólares); la ley laboral queda sin efecto frente a contratos negociados entre patrón y trabajador.
Este programa huele a provocación. El movimiento social brasileño no entró en ese juego por la puerta de la violencia, pero se mantuvo en la perspectiva de clases en lucha. Prefirieron hacer política, contra lo esperado por una élite ultraconservadora que ya no sabe cómo mantener el sillón presidencial y apuesta a un clima de violencia que le permita afirmar su autoridad.
Es probable que Temer tenga los días contados. Sus maniobras de baja estofa para controlar la Comisión de Constitución y Justicia de la Cámara de Diputados no dieron resultado. El Gobierno forzó el cambio de 20 representantes en la comisión para tener una votación favorable, pero no pudo evitar que la cuestión llegara al pleno de la Cámara. Allí se necesitan 342 de los 513 votos para suspender a Temer por seis meses mientras la denuncia es investigada por el Supremo Tribunal Federal. Si esto sucede será muy difícil un retorno. De manera que ante la crisis de la usurpación se volvía necesario evitar una restauración por izquierda.
Lula era el objetivo prioritario
El juicio contra el expresidente del PT es, por lo menos, sospechoso. Esto no exime a la izquierda brasileña ni al PT de sus graves errores políticos y de sus faltas éticas, pero no deja bien parada a una justicia politizada que busca sancionar a Lula da Silva para frenar su carrera política. El hecho de que Fernando Henrique Cardoso sostenga que la permanencia de Temer puede hacer insustentable el gobierno, que O Globo condene la injerencia del gobierno en la Comisión de Constitución y Justicia de la Cámara y que la popularidad del presidente esté en su peor momento -y nunca estuvo muy alta- nos hace creer que estamos en un momento de definiciones.
Los sectores más conservadores y reaccionarios apelan a hundir a Lula y de alguna manera mantener el poder, ya sea por medio de los partidos, del miedo o gracias al ascenso político de la Iglesia evangélica. Por otro lado, los sectores más lúcidos del empresariado en sintonía con Fernando Henrique Cardoso, el PSDB y una parte del PT aspiran a recomponer el pacto social, pero en esa jugada el factor Lula es la piedra de toque del proceso. El PT sin Lula es nada, pero el rearmado del pacto social sin Lula es inviable.
Brasil, entonces, está bailando en la cuerda floja, unos encerrados en su propio laberinto político sin vislumbrar una salida, víctimas de su táctica de “ir a por todo” para quedarse sin nada. Los otros aspiran a un nuevo acuerdo que evite profundizar la radicalización y la crisis, o sea, no salirse de un libreto de “clases en lucha”, para estabilizar el país y poder volver al concierto global sin heridas muy profundas. No sabemos si lo lograrán, y mientras tanto América Latina seguirá en vilo lo que suceda en ese gigante que determina la política de toda la región.
(*) Historiador y analista político
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