“Una y otra vez gastamos tiempo y energía para corregir la situación que, al final, nos deja más o menos en el mismo punto en que habíamos empezado. A veces a uno se le pasa la vida mientras trata de atender solo una situación”. Esta reflexión del filósofo estadounidense Jacob Needleman en su libro “El tiempo y el alma” no aparece aquí de manera caprichosa. El miércoles de la semana que termina cientos de personas gastaron horas preciosas de sus vidas en el intento de aprovechar una tentadora oferta bancaria para compras en supermercados. Permanecieron en colas de hasta diez cuadras para entrar en los locales. Algunas de esas personas, según se propia confesión, llegaron en la madrugada y pernoctaron allí. Tuvieron esperas de horas para entrar y, en muchos casos, también para salir, porque las cajas no daban abasto.
El fenómeno, que acaso vuelva a repetirse el segundo miércoles de cada mes, puede analizarse desde diferentes perspectivas: la económica, la de la psicología conductual, la del marketing (incluido el marketing político) y también desde la social. Una respuesta rápida y automática podrá decir que lo ocurrido es comprensible a la luz de las complejas situaciones que atraviesan hoy muchas familias. Aun así se abre una pregunta filosófica, un interrogante existencial. ¿Cuánto valen tres o muchas más horas inertes en la vida de una persona? ¿Cuánto una noche entera de espera a la intemperie? Parte del fenómeno incluyó decenas de autos estacionados en cualquier lugar (interfiriendo otras vidas y el desplazamiento de muchos semejantes). ¿Las ofertas valían saltarse las normas de convivencia, las leyes que nos deberían permitir esa convivencia?
En definitiva, se impone esta duda: ¿el ahorro conseguido iba a modificar sensiblemente y a largo plazo la vida de quienes gastaron horas de su vida y transgredieron normas? ¿Iba a esclarecer el sentido de sus vidas? Esta última pregunta puede parecer desubicada y extemporánea, pero no está demás formularla, dado que quienes aparecían en las colas no lucían como indigentes. Es decir que en la pirámide de las necesidades humanas ya podían responder a interrogantes que fueran más allá del umbral de la mera subsistencia física. Solo a quienes carecen literalmente del pan y del techo de cada día sería absurdo e insultante enfrentarlos a la temática existencial.
¿Cuánto valen tres o muchas más horas inertes en la vida de una persona? Parte del fenómeno incluyó decenas de autos estacionados en cualquier lugar (interfiriendo otras vidas y el desplazamiento de muchos semejantes). ¿Las ofertas valían saltarse las normas de convivencia, las leyes que nos deberían permitir esa convivencia?
¿Consumo o consumismo?
“Estoy en la cola desde las 2 de la mañana porque a esta promoción no me la quería perder por nada” respondió una mujer consultada acerca de la experiencia. Y su testimonio fue el resumen de muchos otros similares. Resulta difícil discernir si en su caso, y en tantos otros, su motor era la real necesidad o el reflejo condicionado ante cualquier estímulo que llame a consumir. De hecho, entre las razones que oficialmente se dieron para explicar esta oferta sobresalía aquella según la cual se busca alentar y sostener el consumo. Una razón de corto aliento que, además, tiene dos problemas. Primero que ninguna economía sólida, estable y que se proyecta a la construcción de un futuro que fortalezca el bien común se basa en el consumo, sino que lo hace en la producción y el trabajo. Y segundo que entre alentar el consumo y fomentar el consumismo (en un sociedad que ya está seriamente afectada por este virus) hay una muy delgada línea roja que fácilmente desaparece y termina incentivando al segundo. En épocas de bonanza el consumismo, que es una verdadera adicción con todas sus consecuencias, se manifiesta de manera glamorosa. Cuando las vacas vienen flacas se muestra de manera patética. Como aquel adicto al alcohol que si no tiene licor termina bebiendo kerosene. Pero no puede parar.
Cuando compramos para “aprovechar”, para “tener”, cuando lo hacemos “por las dudas” o porque una promoción nos parece “irresistible” y sentimos que sería una lástima perderla, y cuando se nos van en eso horas irrecuperables del tiempo finito de nuestra vida, confirmamos la teoría del economista y filósofo belga Christian Arnsperger, quien en su trabajo “Crítica de la existencia capitalista” describe la creencia inconsciente según la cual cuanto más nos quede por consumir más viviremos. Como si una voz interna nos dijera: “Ni el que me ofrece la promoción, ni el que me necesita como cliente ni el que me vende en cuotas me dejarán morir mientras yo les deba o mientras yo sea capaz de seguir comprando”. Pero el tiempo y la vida tienen otras razones, de manera que quizás sea más atinado no desatenderlos ni a uno ni a la otra. De lo contrario aquella frase de John Lennon que definía a la vida como “eso que pasa mientras estás haciendo otra cosa”, podría convertirse en “La vida es eso que pasó mientras hacías cola durante horas para aprovechar una promoción”. Es que ni la más tentadora de las ofertas comerciales ha probado ser capaz de resolver los verdaderos temas de la vida de una persona.
En otro de sus enriquecedores ensayos (“El dinero y el sentido de la vida”), Jacob Needelman recuerda palabras de Maimónides (1135-1204), gran médico, filósofo y rabino de enorme prestigio en la Europa medieval, quien decía que buena parte de los males del cuerpo y del alma “se deben al deseo de cosas superfluas; cuando buscamos lo que es innecesario, tenemos dificultades para encontrar lo indispensable”. Las fuerzas y el tiempo que gastamos en lo superfluo, insistía, escasean cuando se las necesita para lo necesario. En su tiempo, y adelantándose a una cuestión hoy decisiva, el sabio Maimónides diferenciaba entre necesidades y deseos. Las necesidades son pocas y no se relacionan con lo superficial, señala en su “Guía de perplejos”, libro que refleja la esencia de su pensamiento.
Querer o necesitar
Las necesidades esenciales de un ser humano podrían sintetizarse en agua, alimento, techo, pertenencia y amor. Dicho de otro modo, una necesidad es aquello que no puede no ser atendido. Los deseos, en cambio, son incesantes e infinitos, además de insaciables. Se suceden unos a otros, se disfrazan a menudo de necesidades. “Quiero” y “necesito” no significan lo mismo y, sin embargo, puestos a justificar nuestros deseos las usamos como sinónimos. Ahí se escucha nuevamente la voz de Maimónides, cuando advierte que los padecimientos del alma son dobles respecto de los del cuerpo. En primer lugar porque el alma reside en el cuerpo y percibe los dolores de este; “y luego los que provienen de desear cosas innecesarias para la preservación del individuo y de la especie”.
Lynne Twist, autora de “El alma del dinero” y una de las fundadoras del “Proyecto Hambre”, ONG destinada a luchar contra el hambre en el mundo, dijo: “No solo creemos que nos faltan cosas, estamos programados para sentir que lo que hay nunca es suficiente”. Buena razón para preguntarse: ¿Necesito lo que voy a comprar o lo deseo?; ¿Lo compro porque está en promoción o porque me es necesario?; ¿Lo necesito hoy o es por las dudas?; ¿Puedo destinar este tiempo y este dinero a algo mejor para mí y para otros? ¿De verdad estoy ahorrando o solo estoy consumiendo? Quizás sean interrogantes un tanto incómodos, pero, ya que estamos, de verdad son necesarios. Para que nuestra vida no esté en promoción.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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