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El Gobierno nacional adopta medidas que afectan la salud física y emocional de los jubilados.
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El límite de la posverdad

Un jubilado de 91 años se suicidó en una sede de la Anses en la ciudad de Mar del Plata. Tras un fallido intento de completar un trámite, Rodolfo Oscar Estivill se dirigió desde lo alto de una escalera al público allí presente: “Les voy a pedir que me presten atención: tengo 91 años y no doy más de tanta lucha, estoy cansado. Tengo a mis dos sobrinas que me acompañan y me ayudan, pero ya no puedo”. 
Rodolfo logró que le prestaran atención, por ejemplo: como resultado de este episodio el gobierno dio marcha atrás con la infame exigencia que obligaba a viudos y viudas a probar el fallecimiento del partenaire, medida que -tal como tantas otras que afectan a los jubilados y a los trabajadores en general- causó innumerables trastornos, además de ansiedad y perplejidad entre nuestra gente anciana. 
El acto de Roberto pone al desnudo las nefastas consecuencias de la denominada posverdad: ese tóxico discursivo por el cual la articulación entre la palabra y los hechos se desvanece conforme quienes detentan el poder, lejos de acusar recibo del dolor por las decisiones oficiales, actúan una falsa preocupación. De esta manera, conforme se vacía el diálogo, quien demanda atención se ve arrojado a una angustia infinita, resultado de que las vías civilizadas para abordar el conflicto caen inhibidas ante la irónica mueca del cinismo. 
“Les deseo felicidad” decía Mauricio Macri a la primera tanda de trabajadores despedidos no bien asumió el poder. Nunca tan oportuna aquella afirmación según la cual: el Otro no existe. Es que si la lengua no hace lugar a la demanda, las palabras se mueren de sin sentido. “Quiero que me presten atención”, dijo Roberto, antes de jalar el gatillo. La referencia a la angustia no es caprichosa, por ser lo que -según Lacan–: “no engaña”, la angustia se constituye como el nexo entre las palabras y el cuerpo. No por nada el tristemente famoso “ataque de pánico” encabeza una pesada lista de males cuya nota distintiva es la incapacidad para poner en palabras los dolores del alma. 
La posverdad tiene raíces más nobles que su nefasto y actual formato. En las postrimerías de la Edad Media, la “querella de los universales” enfrentó a quienes sostenían, tal como dice Borges, que: “el nombre es arquetipo de la Cosa, en las letras de la palabra ´rosa´ está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo”(1), y a los que en cambio postulaban que una palabra no es más que un soplo en la voz. Sucede que autores como Richard Rorty -cumbre del actual pragmatismo norteamericano- se inclinaron por un nominalismo extremo cuyas derivaciones hacen tambalear la capacidad referencial del lenguaje. Confunden el real de las cosas con la estructura de ficción propia de la verdad hecha de palabras. 
La consecuencia política de esta perspectiva es el denominado pacto de los ironistas liberales. Dice Rorty: “Ironista designa a esas personas que reconocen la contingencia de sus creencias y de sus deseos más fundamentales: personas lo bastante historicistas y nominalistas para haber abandonado la idea de que esas creencias y esos deseos fundamentales remiten a algo más allá del tiempo y del azar. 
Para el ironista liberal no hay respuesta alguna a la pregunta ¿Por qué no ser cruel?, ni hay ningún apoyo teórico que no sea circular de la creencia de que la crueldad es horrible...”(2) El uso perverso de esta perspectiva es el que permite -tal como lo ha formulado Durán Barba- que “el hambre es un mito”, en virtud de que el dolor de un cuerpo puede no remitir más que a meras creencias de su ocupante. 
Esta escisión entre el referente y la palabra, entre las cosas y su semblante, entre el cuerpo y el lenguaje, constituye la condición para que el único real admitido con que sostener una convivencia civilizada sean los mapas que aportan las neurociencias (previa “interpretación” del observador, obvio). Por ejemplo, la zona de tolerancia del cerebro, tal como mostraba hace un tiempo un spot de la televisión pública. Se trata de una ingeniería lingüística al servicio de enmascarar la déspota ley del mercado.

(*) Psicoanalista.
(1) Jorge Luis Borges, El Golem, en Obras Completas, tomo II, Barcelona, María Kodama y Emecé Editores, 1989.
(2) Rorty, Richard, “Contingencia, ironía y solidaridad”, Paidós, Barcelona, 1996.

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