Mi padre camina con las perras mientras mis dos hermanos pescan al borde del río de la ciudad donde nacimos. Es otoño. Las boyas se sumergen apenas tocan la piel del agua y las tanzas hacen un arabesco nervioso, transparente, como un trazo de sal. No hay más ruido que el torrente calmo, ni más tiempo que el cielo. Me siento seca y limpia como un pedazo de tela al sol. Mi hermano menor devuelve un pejerrey al agua. Dice: “Demasiado chico”. Mi otro hermano dice: “Ahá”. Regresamos a la ciudad cuando cae la noche. Ellos limpian los pescados, cocinan. Yo siento un cansancio tierno, como si hubiera pasado el día galopando. Por la mañana despierto en la cama de mi infancia. En el patio de la casa de mi abuela, contigua a la casa donde me crié, Diego, el hombre con quien vivo, toma fotos: de la higuera, de la galería, del galpón donde mi abuela lavaba la ropa, del antiguo gallinero. Por la tarde regresamos a Buenos Aires. Después, el tiempo pasa. Una noche de invierno miramos juntos las fotos que él tomó aquel día, hace ya meses. Le pido que se detenga en una: es el antiguo botiquín de madera del baño de mi abuela. Alguien lo clavó en la galería. Ya no tiene puerta, ni espejo, y entonces, a través de su esqueleto, se ve la pared, al fondo, cubierta de suciedad y telarañas. Digo: “Qué lindo”. Pero Diego señala la pared, al fondo, y dice: “Ahí hay una cara”. Y, en efecto, ahí hay una cara. Dice: “Es la cara de tu abuela”. Y, en efecto, es la cara de mi abuela. Mi abuela caminaba mirando al cielo, levantando los brazos y agradeciendo a Dios por las naranjas y por los limones, por los nietos y por las mariposas, por las abejas y por los nidos. Diego repite: “Es tu abuela. Y ella se miraba en el espejo de este botiquín”. Y aunque sé que es sólo una conjunción de tiempo, suciedad y telarañas digo, muy despacio: “Sí, es mi abuela”. Porque todo lo que pasó se ha ido. Pero lo que queda es mucho.
(*) Escritora y periodista juninense, columnista del diario español El País, donde se publicó esta nota
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