Entre los absurdos políticos argentinos sobresale, fuera de cualquier duda, la realización de elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias, más conocidas como PASO, para elegir… nada o casi nada.
No importa el gasto como a algún nostálgico de alguna dictadura se le ocurrió publicar –en las dictaduras, claro, no se gasta en elecciones, porque las elecciones no existen-, sino la inutilidad de semejante esfuerzo.
Y si faltaba algo para peor, las inútiles PASO se llevan a cabo en invierno, en agosto, cuando las inclemencias del tiempo, por lo general, producen estragos entre quienes deben formar fila para depositar un voto obligatorio sin sentido.
La futilidad del formalismo, como lo es votar por alguna de las listas únicas, reduce el todo a una mera encuesta más de las tantas que “florecerán” desde ahora hasta la fecha electoral.
La diferencia resultará de la masividad de las PASO frente a los 2.000 casos habituales de la encuesta paga, y de la inexistencia de algún puntito de más o de menos con que el encuestador de turno favorece a su cliente.
Claro que el absurdo político argentino general no debe impedir el descubrir otros absurdos de igual clase y de mayor importancia a la hora de analizar no ya la política sino la sociedad argentina de la que la política resulta emergente.
Así, por ejemplo, la disputa senatorial riojana muestra dos competidores excluyentes. Por un lado, el actual ministro de Defensa que dejará de serlo en los próximos días, el radical Julio Martínez quien, en nombre del oficialismo Cambiemos, enfrentará al sempiterno actual senador y ex presidente Carlos Menem.
No se trata solo de un Menem muy mayor y bastante enfermo al punto que sus inasistencias al recinto ya resultan infinitamente más abultadas que sus asistencias. Se trata de un condenado en firme por el delito de contrabando de material bélico a Croacia y a Ecuador.
El fallo de la Cámara de Casación Penal, de hace pocos días, fijó una pena de 7 años de prisión –no es excarcelable- y de 14 de inhabilitación para ejercer cargos públicos para el contrabandista de armas Carlos Menem.
Hasta el momento, Menem goza de plena libertad por cuanto lo ampara el fuero parlamentario que debiera proteger la libertad de expresión de los legisladores –evitarles persecuciones judiciales por sus dichos- y no la elusión de sentencias frente a delitos de acción pública.
Pero el absurdo llega al extremo cuando el condenado es admitido como candidato y, en caso de resultar electo, prolongar así su privilegio indefinidamente.
Aun en caso de perder la elección riojana, dado que es primer candidato a senador, Menem puede reelegir como tal por la minoría. Ergo, y dada su edad, 86 años, resulta probable que el ex presidente no cumpla siquiera un día de prisión de su sentencia cuando finalice su nuevo período, dentro de seis años.
Si la pena de prisión quedará en la nada, la de inhabilitación para ejercer cargos públicos ya suena bastante más que absurda, es casi payasesca. Ocurre que a cualquier mortal le asiste el derecho de preguntarse cómo considera la legislación argentina la definición de cargo público.
Por ejemplo, obviamente y a juzgar por el caso Menem, senador nacional no entra dentro de la categoría. Vaya a saber uno porqué.
Veamos, el sueldo y los demás beneficios que recibe un senador surgen del Estado nacional. La oficina, sus gastos de funcionamiento y el salario de los empleados y asesores que lo asisten, también los sufraga el Tesoro público.
¿Entonces? Entonces, dado los absurdos argentinos que la sociedad tolera y refuerza con su voto, senador nacional no queda comprendido en la categoría de inhabilitaciones estatales.
Ergo, don Carlos Menem no está en condiciones de trabajar, por ejemplo, como cafetero u ordenanza en un ministerio, pero bien puede presentarse a la elección senatorial, ganar una banca aunque pierda, y ejercer como tal por otros seis años… hasta que la muerte se lo impida.
El refugio
No está condenada, ni siquiera por un fallo de primera instancia, pero la situación de Cristina Kirchner, al menos en lo que a intenciones se refiere, resulta obvia.
En segundo plano, aunque se lo exhiba como elemento central, un eventual retorno al poder en el 2019. Escondido, y en primerísimo primer lugar, el evitar el cumplimiento de una condena por sus numerosos delitos en el uso del Estado para el enriquecimiento individual.
Todo el mundo sabe, que en la absurda Argentina, el Poder Judicial no condena a un poderoso, salvo que el poderoso resulte repudiado por la sociedad. Por tanto, ya resulta difícil imaginar una Cristina Kirchner condenada y casi imposible el verla cumplir una condena judicial.
Más aún, si uno reflexiona sobre el caso Menem. El delito del contrabando de armas comenzó en 1991, la explosión provocada de la fábrica militar de Río Tercero –Córdoba- que provocó 7 muertes, más de 300 heridos, decenas de casas en ruinas y cientos de casas afectadas, fue llevada a cabo en 1995, y la condena en firme ocurrió en 2017.
Es decir 26 años desde el inicio del delito y 22 desde su culminación con los hechos de Río Tercero. Obviamente, Cristina Kirchner puede dormir tranquila.
Claro que nada es seguro. Que por ahí surge un juez que decide imitar al brasileño Sergio Moro y meter presa a la banda que gobernó el país desde el 2003. Entonces, por las dudas, mejor… senadora nacional, como… Carlos Menem.
Pero, el refugio para ser tal –el Senado corre serios riesgos de pasar a llamarse “aguantadero”- requiere de una condición previa. No es un santuario para cualquiera que ingrese al edificio que lo alberga.
Requiere, precisa, resulta indispensable, ser electo. Someterse a la voluntad popular. Que, como tal, en la Argentina, está por encima de la ley, la Constitución y los tratados internacionales. Al igual que, por ejemplo, en Venezuela, en Angola, en Zimbabwe, en Nicaragua, en Cuba y en Corea del Norte.
Así, probablemente, muchos bonaerenses votarán por Cristina Kirchner. O bien porque les resulta atractiva y no les preocupa, ni les molesta ninguno de los delitos cometidos. O bien, y es aún más grave, porque comparten la idea de considerar al Estado como un patrimonio personal al servicio del gobernante, eso sí, elegido democráticamente, sin considerar fraudes ni otras menudencias por el estilo.
No se trata de un engaño, aunque se diga lo contrario y aunque no se hable del tema. Todo el mundo –partidarios y adversarios- no desconoce que el kirchnerismo fue una asociación ilícita que enriqueció a algunos de sus dirigentes de manera exponencial.
Todo el mundo sabe que Lázaro Báez y Cristóbal López fueron los testaferros de una fortuna que no para de crecer a medida que se investiga. Y eso que se investiga poco, mal y lentamente.
Todo el mundo sabe que el revoleo de bolsos con dólares de José López no fue una acción aislada e individual de un delincuente infiltrado en las filas del ministerio que dirigía, nada menos, Julio De Vido.
Todo el mundo conoce las operaciones ordenadas a Boudou para adueñarse ilegalmente de Ciccone Calcográfica, la imprenta que imprimía los billetes papel moneda de la Argentina.
Nadie ignora las relaciones con el mundo del narcotráfico de Aníbal Fernández.
Menos aún el crecimiento exponencial del patrimonio de los Kirchner.
No obstante, buena parte de los bonaerenses los volverá a votar, amparados en aquello de un “a mí no me importa” vinculado con algún beneficio circunstancial que recibieron por aquel entonces y que, en la enorme mayoría de los casos, no dejaron de recibir actualmente.
Sociedad enferma. Sociedad que perdió los valores. Sociedad confundida. Sociedad en decadencia. Elija usted la definición que le parezca. Y vote como quiera.
El Estado
Por supuesto y como casi siempre –obviada, en este caso particular, la cuestión ética-, nadie discute, con seriedad o sin ella, el problema del Estado. Del tamaño, las funciones y los resultados de este paquidermo torpe que nada hace bien y cuesta carísimo de mantener.
Nadie discute, salvo algún párrafo que otro del presidente Mauricio Macri, sobre su financiamiento.
Para los argentinos, representa una fuente inagotable de la que se pueden extraer subsidios para empresas, para personas que no trabajan, para toda clase de funciones muy discutibles en épocas de reducción de la actividad económica y, sobre todo, poblar con ejércitos de funcionarios y empleados públicos para atender “fervores” políticos.
Vamos por parte. ¿Sirve, tal como está, el Estado argentino? La respuesta, casi unánime, es de poco o nada.
No garantiza una educación de calidad, única y verdadera verificación de la declamada igualdad ante la ley. No la garantiza, ni se preocupa en demasía por hacerlo.
Ahora, para continuar con el mismo camino, se sucedieron las huelgas declaradas por sindicatos que no aceptan ninguna revisión sobre su responsabilidad en el desastre educativo, pero que pretenden aumentos salariales, se cumpla o no con la tarea, se asista o no a dar clase, se use o no indiscriminadamente de licencias que la irresponsabilidad de diversos gobiernos accedieron a acordar.
Tampoco garantiza seguridad en las calles, ni en las viviendas, ni en las empresas, mucho menos en los comercios o en taxis y colectivos, por citar algunos ejemplos.
Cierto es que el Estado –o mejor dicho- el Gobierno convive con policías corruptas desde hace muchos años, al menos desde la última dictadura militar cuando el ex general Camps –culpable y condenado por crímenes de lesa humanidad- dirigía la policía de la provincia de Buenos Aires.
No obstante y pese a la lucha contra las “mafias”, lo cierto es que el gasto en seguridad no refleja seguridad, precisamente.
Y así, la lista es larga. Más aún tras el kirchnerismo, cuando se le asignó deliberadamente al Estado un rol desertor con excepción de aquellas actividades que permitían enriquecerse a los funcionarios.
Si bien algo que sirve para poco, siempre es caro, en el caso del Estado argentino –nación, provincias, municipios y organismos descentralizados- es además excesivamente deficitario.
En Europa, cuando el déficit fiscal –la diferencia entre los ingresos y los gastos del Estado- supera el 2 por ciento del Producto Bruto Interno de un país, suenan inmediatamente las campanas de alarma, se encienden las luces rojas.
En la Argentina, el déficit fiscal supera el 8 por ciento del Producto Bruto Interno y el Estado continúa gastando como si nada fuera
Claro que para gastar, hay que conseguir dinero. Y el dinero, para el Estado, se consigue de tres maneras.
La primera es genuina: aumentar los impuestos. Casi imposible en la actualidad dado que la carga impositiva en la Argentina es una de las más altas del mundo.
No existe prácticamente ningún país donde, por ejemplo, el IVA sobre los alimentos –con excepción del pan común y la leche común-, que pesa sensiblemente en el bolsillo de los más pobres, alcance el 21 por ciento. Es más: el IVA argentino es el más alto de la región latinoamericana.
Obvio que el IVA no es el único impuesto. Pero todos los gravámenes fluctúan tan alto que se ubican al borde mismo de destruir la capacidad contributiva de empresas y de particulares, en particular trabajadores en relación de dependencia.
Solo las retenciones al campo disminuyeron con el actual gobierno. Debe hacerse notar que las retenciones resultan un sobre impuesto para el sector que paga IVA, Ingresos Brutos y Ganancias, tal como lo hacen los demás renglones de la producción.
Por tanto, resulta imposible aumentar la carga impositiva, sin pagar las consecuencias de una disminución de la actividad económica, con la consiguiente pérdida de empleos, por cierre o quiebra de empresas, en particular, pequeñas y medianas.
En otras palabras, aumentar los impuestos no significará mayores ingresos para el paquidérmico Estado, sino por el contrario, menor recaudación.
Otra forma de financiar al Estado consiste en la emisión monetaria. Imprimir billetes sin respaldo en reservas –divisas- del Banco Central. La emisión monetaria sin respaldo es sinónimo de inflación y su uso exagerado, de hiperinflación.
Por último, queda aquella que emplea el actual gobierno, el endeudamiento. No es malo en sí mismo como pretende hacer ver el kirchnerismo. Usado con moderación y destinado a mejorar la infraestructura del país, es bueno y representa índices de confianza para la radicación de capitales, tanto nacionales como extranjeros.
El problema –pasó con Cavallo y el uno a uno- radica cuando se lo utiliza asiduamente y se lo usa para financiar el gasto corriente del Estado. La consecuencia es que en algún momento se corta y todo se derrumba de un momento para otro.
Queda un único remedio: la verdad. Y la verdad consiste en que no se debe gastar más de lo que se ingresa si se quiere evitar las inevitables penurias que derivan de lo contrario.
Esa verdad, nos guste o no, nos suene antipático o no, nos moleste o no, se llama ajuste. Ajustar los gastos a los ingresos. Lo mismo que hace cualquier familia o empresa en épocas difíciles.
Y eso, no nos gusta.
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